Esa noche, la mansión estaba sumida en un silencio casi sobrenatural.
Cada paso que Javier daba resonaba entre las paredes frías, como un eco hueco de su corazón roto.
Caminaba sin rumbo, sin saber por qué seguía allí, en ese lugar lleno de recuerdos falsos. La sombra de Paula se extendía en cada rincón, como una herida abierta que no dejaba de sangrarle por dentro.
Se detuvo frente a una ventana, mirando hacia la nada. La luna apenas se atrevía a asomarse entre las cortinas. Entonces gritó.
—¿¡Por qué me engañaste, Paula!? ¿¡Por qué me destruiste así!? —su voz se quebró, cargada de rabia, de desesperación.
El rostro se le cubrió de lágrimas, pesadas, amargas, como si por fin todo el dolor que había intentado contener le explotara en el pecho. Se llevó ambas manos a la cara. No podía respirar. No podía pensar.
Estaba destrozado.
Por unos minutos quedó ahí, vencido por su propio corazón. Pero luego, como si una chispa de dignidad lo empujara, se puso de pie, tambaleante.
Tomó su saco del respaldo del sillón y se limpió el rostro con la manga. Se obligó a no llorar más, aunque por dentro todo él seguía roto.
No podía estar más en esa casa.
Le asfixiaba. Le apretaba el alma.
Abandonó la mansión, subió a su auto sin decir palabra y condujo a toda velocidad hasta el bar más exclusivo de la ciudad.***
Apenas llegó, pidió una sala privada, como si necesitara aislarse del mundo, pero no del alcohol.
Algunos viejos amigos, al enterarse de su presencia, fueron a acompañarlo.
Rieron, se sirvieron copas, hicieron bromas tontas. Uno de ellos preguntó por Paula.
—¡No hablen de ella! —espetó Javier con frialdad cortante, con esa furia que nace de un dolor insoportable.
Los demás se miraron entre sí, incómodos. Nadie volvió a mencionarla.
Siguieron bebiendo en silencio.
Pronto, unas mujeres de belleza escandalosa entraron al salón y comenzaron a bailar para ellos.
Risas forzadas, miradas vacías. Javier no se inmutaba. Solo bebía. Una copa tras otra.
Fue entonces cuando llegó Claudio, con su sonrisa torcida y su corazón podrido. Al verlo, sacó su teléfono y escribió un mensaje rápido.
«Tu amor imposible está en el Garden, cariño. Puedes venir a verlo.»
Lo envió a Alicia.
Sonrió con amargura. Le sabía bien mover los hilos.
Poco después, ella apareció. Deslumbrante. Fría. Pero no entró de inmediato a la sala. Claudio la interceptó en el pasillo.
—Quiero que hagas algo por mí —le dijo ella sin rodeos.
Claudio la miró, intrigado.
—¿Y qué me vas a dar a cambio?
Ella sonrió, tan dulce como venenosa.
—Lo que quieras.
Él entendió de inmediato. Era el tipo de trato que le encantaba aceptar.
Alicia sacó de su bolso un pequeño sobre transparente con un fino polvo blanco. Se lo entregó con delicadeza.
—Pon esto en su copa. No le hará daño... solo lo hará olvidar.
Claudio lo tomó sin dudar. Le gustaba el juego sucio.
Volvió al salón, sirvió una copa nueva de whisky, disimuladamente espolvoreó el contenido y se acercó a Javier con una sonrisa hipócrita.
—Bebe, amigo. Ya es hora de que dejes de sufrir.
Javier, perdido en su propio infierno, no sospechó nada. Tomó la copa y bebió sin pensarlo dos veces. Todo le daba igual. Quería olvidar. Quería dejar de sentir.
Poco a poco, el efecto comenzó a notarse.
Se le nublaba la vista, se le aflojaban las palabras. Claudio, aprovechando su estado, se levantó y pidió a los otros que se marcharan.
Ellos obedecieron, confundidos, mientras él se quedaba a solas con su presa.
—Vamos, te llevo a casa —murmuró.
—No… no hace falta… puedo… —intentó protestar Javier, con la lengua pesada.
—No seas terco —dijo Claudio, tomándolo por el brazo con falsa amabilidad.
Lo sacó de ahí como si fuera su mejor amigo.
Pero la sonrisa que se dibujó en su rostro mientras lo metía al auto no tenía nada de inocente.
Al llegar a la mansión, Claudio arrastró el cuerpo inerte de Javier hasta la habitación principal.
El hombre pesaba más de lo que imaginaba, pero lo llevó hasta la cama con una mezcla de urgencia y desprecio.
Al cruzar el umbral, Alicia ya lo esperaba, de pie junto al ventanal, iluminada por la tenue luz de la luna que se colaba entre las cortinas.
Ella giró lentamente, sus labios curvándose en una sonrisa torcida al ver a Javier completamente fuera de combate, con la ropa desarreglada y la mirada perdida en el vacío.
—Gracias, Claudio —susurró, acercándose. Su voz era suave, pero dentro de ella hervía un delirio perturbador.
Claudio bufó, sin disimular el sarcasmo.
—Un "gracias" no basta, Alicia… —le dijo, cruzando los brazos—. Me lo debes.
Ella se detuvo, sorprendida por el tono exigente.
—¿Qué quieres? —preguntó, aunque lo intuía.
Él no respondió. Solo la miró con esa codicia silenciosa que ya había notado antes.
La tomó del brazo y, sin darle tiempo a replicar, la condujo a la habitación contigua. Cerró la puerta tras de sí.
Claudio no esperó. Comenzó a acariciarla sin permiso, como si ella le perteneciera.
Alicia contuvo la respiración. Su cuerpo se tensó, su alma gritaba, pero se obligó a no resistirse.
Debía hacerlo.
«Me das asco… pero lo haré por Javier. Por nuestro futuro. Para que finalmente sea mío», pensó, cerrando los ojos con fuerza mientras su ropa caía al suelo como hojas marchitas.
Fue una noche que no quiso recordar, pero que no podía olvidar.
***
Al amanecer, Claudio ya se había marchado, como un ladrón satisfecho que deja el botín atrás.
Alicia, aun con la piel ardiendo de asco y arrepentimiento, fue hasta la habitación donde yacía Javier.
Estaba profundamente dormido, con el rostro relajado, ajeno a todo lo que había ocurrido a su alrededor.
Ella dejó caer su ropa al suelo con decisión, luego lo desnudó con cuidado.
Se metió en la cama, lo abrazó por la cintura y reposó su mejilla contra su pecho desnudo.
—Ahora sí, Javier… eres mío. Solo mío. Cuando despiertes, pensarás que estuviste conmigo. Y estarás atrapado en esa idea. El fantasma de Paula se desvanecerá. Te haré olvidar… incluso si tengo que mentirte para siempre.
Lo besó en el pecho, luego en la mejilla, con la devoción de una mujer enloquecida por un amor que nunca le perteneció.
Pasaron los minutos. Ella se acomodó a su lado y cerró los ojos, fingiendo estar dormida. Sabía que pronto llegaría el momento decisivo.
Entonces, el cuerpo de Javier se movió.
Soltó un leve gemido y, de golpe, abrió los ojos.Estaba confundido, aturdido, el sabor del licor seguía en su lengua, la cabeza le latía como si fuera a estallar.
Sintió un cuerpo tibio, abrazado al suyo. Frunció el ceño. El aroma no era el de Paula.
La textura del cabello, tampoco.
—¿Paula? —susurró con voz ronca, todavía preso del desorden mental.
Con manos temblorosas, apartó la sábana del rostro de la mujer que dormía junto a él.
Y entonces la vio.
Los ojos de Alicia se abrieron lentamente, fingiendo sorpresa, como si también estuviera despertando.
Pero para Javier, fue como una puñalada al corazón.
¡No era Paula!
¡Era Alicia!
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