Esa noche, la mansión estaba sumida en un silencio casi sobrenatural.
Cada paso que Javier daba resonaba entre las paredes frías, como un eco hueco de su corazón roto.
Caminaba sin rumbo, sin saber por qué seguía allí, en ese lugar lleno de recuerdos falsos. La sombra de Paula se extendía en cada rincón, como una herida abierta que no dejaba de sangrarle por dentro.
Se detuvo frente a una ventana, mirando hacia la nada. La luna apenas se atrevía a asomarse entre las cortinas. Entonces gritó.
—¿¡Por qué me engañaste, Paula!? ¿¡Por qué me destruiste así!? —su voz se quebró, cargada de rabia, de desesperación.
El rostro se le cubrió de lágrimas, pesadas, amargas, como si por fin todo el dolor que había intentado contener le explotara en el pecho. Se llevó ambas manos a la cara. No podía respirar. No podía pensar.
Estaba destrozado.
Por unos minutos quedó ahí, vencido por su propio corazón. Pero luego, como si una chispa de dignidad lo empujara, se puso de pie, tambaleante.
Tomó su saco de