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Capítulo: Buscar un escondite

—¡No hagas esto, Javier! —suplicó Alicia, con la voz entrecortada.

—¡Vete, Alicia! —rugió él, dando un paso atrás—. Quiero estar solo.

Alicia intentó tocarle el brazo, pero Javier se apartó con brusquedad, como si su contacto le quemara la piel.

No dijo nada más. Bajó la cabeza, derrotada, y se alejó con pasos temblorosos, escuchando cómo la puerta se cerraba con violencia tras ella.

Temblando, Alicia sacó su teléfono del bolso y marcó con manos torpes el número de su madre.

Cuando Felicia respondió, lo único que pudo decir fue:

—Mamá… necesito verte.

Felicia no hizo preguntas. Su voz sonó firme, urgente:

—Ven a casa, hija. Te espero.

***

Al llegar, se lanzó a los brazos de su madre como una niña herida.

—¿Qué pasó? —preguntó Felicia con el ceño fruncido.

—¡Madre, Javier… ¡Javier quiere buscar a Paula! —gritó Alicia, casi sin aliento, como si las palabras fueran cuchillas.

Felicia palideció. Se apartó un poco, como si intentara sostenerse en pie.

—¡Alicia, tienes que calmarte! —ordenó, aunque su tono no ocultaba la inquietud que le invadía.

—Dime … —Alicia la miró directo a los ojos, exigiendo una confesión—. Está muerta, ¿verdad?

Hubo un silencio tan denso que el aire pareció detenerse. Felicia bajó la mirada. Su pecho subió y bajó con lentitud.

Respiró profundo.

Alzó el rostro con una mezcla de resignación y temor.

—Está muerta —dijo, con voz baja, amarga—. Él no va a poder encontrarla. No insistas, Alicia, por favor… cálmate. Necesitamos paciencia, y tú debes concentrarte en lo importante.

—¿Lo importante? —repitió Alicia, todavía temblando.

—Sí —dijo Felicia, con un brillo frío en los ojos—. En hacer que Javier se case contigo. Ese es tu lugar. Ese es tu deber.

Entonces, una sonrisa se dibujó en el rostro de Alicia, lenta, perturbadora.

—Sí… tengo un plan para lograrlo, mamá. Haré que la olvide… lo juro.

Sin más palabras, se levantó y salió por la puerta. Su silueta se desdibujó entre la niebla de la noche.

Felicia se quedó de pie, inmóvil. Su corazón latía con fuerza.

«Tengo que encontrar a Paula… antes de que Javier vuelva a mirar atrás», pensó, sintiendo que el pasado estaba más vivo que nunca… y que la verdad, esa que enterró años atrás, estaba a punto de resucitar.

***

Paula bajó del tren con pasos lentos, arrastrando el alma.

El viento salado del puerto le dio la bienvenida.

La ciudad portuaria se alzaba frente a ella: extraña, ajena, indiferente.

No conocía a nadie, no tenía adónde ir, no llevaba más que un poco de dinero o en el bolsillo interior del abrigo.

Ni ropa, ni rumbo, ni un nombre seguro que dar si la atrapaban.

Su corazón palpitaba con fuerza, como si quisiera salirse de su pecho. Caminó sin saber hacia dónde, pero con la urgencia de huir grabada en cada paso.

Lo primero que hizo fue buscar refugio, y lo único que pudo pagar fue una habitación sencilla en un hotel barato, de paso, donde nadie hacía preguntas.

Al cerrar la puerta tras ella, se apoyó en la madera como si el simple acto de bloquear el mundo le diera paz.

No lloró. Ya no le quedaban lágrimas, solo un vacío persistente.

Salió más tarde a comprar dos mudas de ropa en una tienda sencilla. No podía permitirse lujos, solo funcionalidad: un pantalón, una blusa, ropa interior. Ropa para pasar desapercibida.

Volvió al cuarto, se desnudó y se metió bajo la ducha. El agua cayó como cuchillas sobre su piel tensa. Se talló con rabia.

Como si al frotarse con fuerza pudiera borrar el pasado, arrancarse el miedo, limpiar las memorias.

Al mirarse al espejo empañado, apenas se reconoció. Su reflejo era el de una mujer desgastada, rota. Sobreviviente.

Su cuerpo temblaba. Había escapado. Pero no estaba a salvo. Aún no.

—Tengo que localizar a Iñaki —susurró con voz temblorosa, como si al decirlo en voz alta pudiera invocar el alivio.

Pero ya no tenía su teléfono. ¿

Salió a la calle. Cada sombra la inquietaba. Cada auto que pasaba muy cerca le helaba la sangre. ¿

El pánico era una serpiente enroscada en su garganta.

Y entonces lo vio.

Un anuncio, de papel doblado y arrugado, pegado con cinta en una parada de autobús.

“Solicitamos mucamas de quedada en Hacienda Valladolid. Sueldo atractivo. Prestaciones de ley. Se ofrece hospedaje y comida.”

Lo leyó dos veces. Luego una tercera. Era eso o dormir en la calle.

Tomó el volante con manos trémulas. La dirección estaba en las afueras. El nombre del lugar resonó en su pecho como una campana lejana.

No sabía por qué, pero sintió que debía ir.

De pronto, un auto se detuvo frente a ella. Paula se congeló. Su respiración se detuvo por un instante eterno. Pensó en correr, pero sus piernas no respondían.

El auto solo bajó a una pasajera.

Paula tembló. Le temblaron las manos, la mandíbula. No podía seguir así.

—Necesito esconderme —murmuró.

Y al mirar el volante arrugado en su mano, supo que esa hacienda podía ser su escondite. Tal vez no era libertad, pero era anonimato.

Y ahora, en su situación, eso era incluso más valioso que la esperanza.

Luna Ro

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