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Capítulo: Él no puede amarte

—¡Alicia! ¿Qué estás haciendo aquí?

Javier se incorporó de golpe, con la voz cargada de confusión y un dejo de alarma.

Sus ojos, todavía nublados por el despertar repentino, se posaron sobre la figura de Alicia, de pie junto a su cama, desnuda, cubierta por una sábana, sonriente… como si nada en el mundo estuviera fuera de lugar.

Ella ladeó la cabeza y sonrió, con una dulzura fingida que calaba hondo, como una espina disfrazada de flor.

—¿De verdad lo olvidaste, amor? No me digas eso… —hizo una pausa breve, lo justo para que el silencio lo golpeara con más fuerza—. Ayer tú y yo… —bajó la mirada, como si la invadiera la vergüenza— hicimos el amor.

Las palabras cayeron como cuchillas. Javier palideció. Instintivamente, se levantó las sábanas. Estaba completamente desnudo.

—No… no puede ser —murmuró, con la voz rota—. ¡No recuerdo nada!

Alicia dio un paso hacia él, con esa delicadeza medida que esconde intenciones.

Se sentó al borde de la cama y alargó la mano para tocarle el brazo.

—Estabas ebrio. Yo solo vine a verte, quería saber cómo estabas. Pero tú… tú me besaste, Javier. Me tomaste de la mano, me susurraste que me necesitabas, que nadie más te entendía. Me trajiste hasta aquí, y todo se dio como debía ser. No luchaste, no dudaste. Fue real. Para mí fue real. Te amo…

Javier se apartó con brusquedad. El toque de sus dedos le provocó un escalofrío. Se alejó como si acabara de tocar fuego.

—¡Esto no está bien, Alicia! ¡No debió pasar! ¡Yo no quería esto! No estaba en mis cinco sentidos, no recuerdo haber dado mi consentimiento. ¡Esto fue un error! —su voz se quebraba entre la rabia, la culpa y el miedo.

Los ojos de Alicia se llenaron de lágrimas en cuestión de segundos. Pero no retrocedió.

Se aferró a la emoción con una fuerza tan intensa que parecía estar interpretando una escena ensayada mil veces.

—¿Un error? ¿Eso fui para ti? Javier… para mí fue el día más feliz de mi vida. No me digas que todo fue mentira. No después de cómo me abrazaste, de cómo me miraste…

—¡Alicia, basta! —gritó él, buscando su ropa a toda prisa—. Lo siento, de verdad lo siento. Anoche me comporté como un imbécil, un maldito irresponsable. Nunca debí dejar que eso pasara. Nunca debí beber tanto.

—¿Y ahora qué hago yo con todo esto que siento? —susurró ella, con la voz hecha pedazos—. ¿Qué hago con este corazón que tú despertaste?

Javier la miró con el alma rota. No había odio en su rostro, solo un profundo arrepentimiento.

—Perdóname. Y olvídame. Por favor, Alicia… cuando salga de este baño, quiero que ya no estés aquí.

Sin esperar su respuesta, se encerró en el baño.

El sonido de la puerta cerrándose fue seco, contundente. Un portazo sin fuerza, pero con una decisión que le dolió más que un grito.

Alicia se quedó inmóvil unos segundos. Las lágrimas que caían por sus mejillas ya no eran de tristeza, sino de rabia.

Apretó los puños con fuerza, tan fuerte que las uñas se clavaron en su piel.

Sus labios se curvaron en una sonrisa distinta. Más fría. Más segura.

—No es el final, Javier… —pensó mientras sus ojos brillaban con una mezcla de dolor y obsesión—. Es apenas el comienzo de nuestra historia.

***

Paula estaba sola.

Completamente sola en ese camino empedrado que parecía perderse entre árboles viejos y tierra seca.

Llevaba solo una mochila al hombro, y dentro, unos pocos cambios de ropa que había comprado con lo poco que le quedaba. Apretaba las correas de la mochila con fuerza. Sus manos temblaban, no por el peso, sino por el miedo.

¿Qué estaba haciendo? ¿En qué momento decidió escapar de todo y convertirse en otra persona?

El autobús la había dejado a varios kilómetros del pueblo. Desde allí, caminó hasta la entrada de la hacienda.

Era un lugar antiguo, de esos que parecen guardar secretos entre las piedras de sus muros. Imponente, aislada del mundo.

Al llegar, tragó saliva. El portón estaba entreabierto. Entró con paso lento, inseguro. Llamó a la primera persona que vio, una mujer de uniforme oscuro, semblante cansado.

—Vengo... vengo a pedir trabajo —dijo Paula con voz baja, apagada, como si la vergüenza le apretara la garganta.

La mujer la observó con cierto recelo, pero luego asintió con indiferencia. Parecía acostumbrada a ver rostros desesperados, aunque ella no parecía una mucama, era demasiado joven y bonita, pero, de todos modos, no importaba, en esa hacienda tan inmensa, siempre faltaba personal.

—Siempre necesitamos personal. Hay bastante rotación… ven conmigo.

El interior de la hacienda era aún más frío que el exterior.

La mujer le explicó las condiciones, el salario, los horarios. Todo parecía razonable. Hasta prometían darle habitación y comida. Pero había un detalle... uno que Paula no podía ocultar.

—¿Tienes experiencia? —preguntó la mujer sin rodeos.

Paula parpadeó, tragó saliva, y respondió con un hilo de voz.

—Yo... no, pero aprendo rápido. Lo prometo. Puedo hacer lo que me pidan, no me quejaré…

La mujer la miró fijamente.

Había algo en ella, en su tono, en sus ojos, que hablaba de alguien que había vivido una vida muy distinta a la de una sirvienta. Pero parecía demasiado agotada como para cuestionarla.

—Nos urge personal. El jefe es un poco especial. Un rico hacendado. El señor Norman Uresti.

El nombre le sonó familiar, como un eco. ¿Dónde lo había escuchado? No lo sabía, pero le puso los nervios de punta.

—¿Trajiste tu papelería?

—No... lo siento. Vengo de lejos. No tuve tiempo...

—¿Pueden enviártela? ¿Correo? ¿Mensaje?

—Sí… sí, pueden hacerlo —mintió. Nadie le enviaría nada. No quería que nadie supiera dónde estaba.

—Bien. Llena esto —dijo la mujer extendiéndole una solicitud y un contrato—. Si todo está en orden, podrías comenzar ahora mismo.

Paula tomó la hoja. Su pulso temblaba tanto que la pluma se le resbalaba.

Cuando llegó a la parte del nombre, escribió: “Paula”. Dudó. Luego, en vez de poner “Bourvaine”, escribió “Hernández”.

Un apellido cualquiera, uno que no la delatara. Uno que la alejara de su pasado.

Terminó de llenar la hoja a duras penas.

Firmó. Ya no era Paula Bourvaine. Era otra mujer. Una que nadie conocía.

—Bienvenida —le dijo la empleada al entregarle el uniforme—. Tu habitación está en el ala de servicio.

Paula se lo puso en cuanto llegó. La tela le resultaba áspera, el corte incómodo. Pero no se quejó. Siguió a la mujer en silencio. El miedo la hacía obediente.

—Esta es la señora Carmen, el ama de llaves. Ella da las órdenes aquí.

Una mujer de rostro endurecido, expresión dura y voz de látigo las miró con desdén.

—¡No quiero que se vuelvan flojas! ¡Vayan a limpiar la habitación del señor Uresti ahora mismo!

Paula tragó saliva. Asintió sin decir palabra.

—La señora Carmen es terrible —susurró la otra empleada mientras subían las escaleras—. Pero no peor que él... El señor Uresti es... gruñón, malhumorado. Haz bien tu trabajo, y no llames la atención. Mejor que ni te note.

Paula asintió. No era una mujer cobarde, pero en ese lugar sentía que cualquier error podría costarle todo.

Entraron a la habitación. Era grande, oscura, impecable. Comenzaron a tender la cama.

—Mi madre me obligaba a tender la mía —susurró Paula con nostalgia, mientras alisaba la colcha—. No sabía que algún día eso me salvaría.

La otra empleada salió un momento.

—Voy por algunos limpiadores. Espera aquí.

Paula siguió alisando la tela. Respiró hondo. Sintió un leve temblor en sus piernas. El silencio era espeso.

Entonces la puerta se abrió.

Un hombre entró.

Alto, de traje oscuro, hombros firmes, mirada fría. Caminó como si ella no estuviera. Se quitó el saco. Luego, la camisa.

Paula se quedó paralizada. La sangre se le fue al rostro. No podía moverse, ni apartar la vista.

Y entonces él la miró.

Una mirada cortante. Como una navaja.

—¿Qué demonios estás viendo, mujer?

Luna Ro

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