Paula caminó lentamente hasta la puerta del jardín, cada paso pesado, como si la tierra misma quisiera retenerla. Desde el interior, podía sentir la tensión de los guardias, su incomodidad palpable. Al llegar, uno de ellos habló con voz grave:
—Señora… lleva una hora bajo el sol. Se niega a irse.
Paula respiró hondo. Sabía a quién encontraría allí. Con un gesto seco pidió que abrieran la reja.
El chirrido metálico anunció la apertura y entonces lo vio. Estaba de pie, con el rostro enrojecido por el calor, sudor corriéndole por las sienes, pero en sus ojos brillaba algo más fuerte que el cansancio: desesperación. Cuando la vio, una chispa de alivio iluminó su semblante.
—¡Paula! —exclamó, con la voz quebrada—. ¡Paula, mi amor… perdóname!
Ella no lo miró. Siguió recta, con el corazón latiendo con rabia y dolor.
—Mañana, once de la mañana, en el juzgado. Vamos a divorciarnos.
Su voz fue fría, cortante como un cuchillo. Dio la vuelta con decisión, pero antes de que pudiera alejarse, él se