—¡¿Qué haces con mi hijo?! —el grito desgarrado de Viena resonó en la habitación como un cuchillo.
Corrió hacia el pequeño, pero un guardia corpulento, de mirada fría, lo levantó en brazos con brusquedad. El cañón de la pistola brilló bajo la luz tenue, apuntando directo al frágil cuerpo del niño.
El corazón de Viena se paralizó. Sintió que la vida se le escapaba. El aire le quemaba los pulmones.
—¡No, por favor! —gimió con voz rota.
Los sollozos desesperados del pequeño Rafael llenaron la sala, estremeciendo cada fibra de su ser.
Su cuerpecito temblaba entre los brazos del guardia, las lágrimas empapaban sus mejillas mientras llamaba a su madre.
Entonces, la voz de Augusta Uresti retumbó con la fuerza de un trueno.
—¿Este niño es mi nieto?
Viena se desplomó de rodillas, sus manos temblorosas se alzaron en súplica, el rostro bañado en lágrimas.
—Sí… sí, lo es… —asintió entrecortadamente—. ¡Por favor, no lo dañes! Es tu nieto, es tu sangre, Augusta. No le hagas daño, te lo ruego.
Pero