En el hospital, los pasillos olían a desinfectante, y las luces blancas parecían tan frías como el silencio que envolvía a Felicia.
Estaba sentada en una banca metálica, con los dedos entrelazados y las lágrimas resbalando por su rostro cansado. No había dormido en toda la noche, no podía apartar de su mente el recuerdo de cómo habían llevado a su hija en aquella camilla, inconsciente, con el rostro pálido como la muerte.
El miedo la estaba devorando. Cada minuto que pasaba era un tormento.
Finalmente, la puerta del quirófano se abrió y apareció el doctor, con bata blanca y un gesto serio en el rostro.
—La han traído a tiempo —anunció, con una voz grave que hizo temblar a Felicia—. Su hija logró salvarse… pero creemos que padece una fuerte depresión posparto. No puede irse del hospital ahora, necesita tratamiento, cuidados constantes.
Felicia sintió que un peso caía de sus hombros. Soltó un sollozo entrecortado y asintió con vehemencia, como si esas palabras fueran lo único que aún la