Pero ya no estaba ahí.
El corazón le golpeaba tan fuerte que por un momento creyó que iba a desmayarse. No tenía un plan.
No sabía a dónde ir. Solo una cosa estaba clara en su mente: Haría lo que fuera por seguir viva.
Pero esta vez… esta vez no sabía si lo lograría.
Paula no tuvo tiempo de pensar.
Apenas logró cruzar el balcón y pisar el alféizar del departamento vecino, sus pies tambaleaban por el vértigo y el corazón le retumbaba en el pecho como si fuera a explotar.
La puerta del balcón estaba entreabierta, bendita casualidad o tal vez un último guiño de la suerte.
Entró con rapidez, cuidando de no hacer ruido, aunque cada pisada le parecía un estruendo. Su respiración agitada la traicionaba.
Al adentrarse en la sala, se encontró con unos grandes ojos infantiles que la miraban desde el sofá.
Una niña de no más de seis años la observaba con terror y el labio inferior tembloroso.
Paula se congeló. Siseó con los labios, intentando calmarla, rogando en silencio que no gritara. Pero era tarde.
—¡Mami! ¡Mami! —gritó la pequeña—. ¡Hay una extraña!
El grito fue como una alarma que sacudió a Paula hasta los huesos.
Sin perder ni un segundo, corrió hacia la puerta principal. Escuchó pasos apresurados desde el pasillo y la voz de una mujer alarmada que ya se acercaba.
—¿Qué pasa? ¿Qué estás diciendo, mi amor?
Paula giró la perilla y salió disparada al pasillo.
La mujer gritó desde dentro al verla, pero no alcanzó a detenerla. La adrenalina era su único combustible.
Ya no pensaba, actuaba por puro instinto.
Se dirigió a las escaleras de emergencia, pero algo llamó su atención: la palanca roja de incendios colgaba en la pared como una última opción.
No lo dudó.
Con la mano temblorosa, tiró con fuerza.
La alarma de emergencia se activó de inmediato. Un sonido agudo e intermitente invadió todo el edificio. Las luces comenzaron a parpadear. El caos era su salvación.
Paula bajó las escaleras a toda velocidad, sin mirar atrás. Cada escalón parecía resbalarle bajo los pies.
Sus piernas temblaban, el miedo le subía por la garganta en forma de náuseas, pero no podía detenerse.
Al llegar a la planta baja, la puerta de salida de emergencia ya estaba desbloqueada gracias a la alarma.
La empujó con fuerza y salió. Afuera la noche húmeda la recibió como una bofetada.
Corrió por la calle como si la muerte la persiguiera, y tal vez así era.
Las farolas parecían burlarse de ella con su parpadeo irregular.
Sus ojos se movían nerviosos, revisando cada sombra, cada figura sospechosa. Sentía que alguien estaba tras ella, aunque no viera a nadie.
Giró la cabeza varias veces mientras corría.
Por suerte, un taxi se detuvo justo al cruzar la avenida.
—¡A la estación de trenes! —ordenó al subir, casi sin aliento.
El taxista, conducía, Paula se encogió en su asiento, abrazándose a sí misma.
Cada semáforo era una tortura. Miraba por la ventana, aterrada de que algún auto los siguiera.
Al llegar a la estación, tiró el dinero sobre el asiento sin mirar el cambio y corrió hacia el interior.
Su cabeza daba vueltas, su estómago se revolvía. Pidió el primer boleto que vio disponible: Barza. No conocía ese lugar, pero cualquier sitio era mejor que ese infierno.
Las manos le temblaban cuando recibió el boleto.
Se lo guardó con torpeza, como si llevara un tesoro maldito.
Caminó por los pasillos de la estación, sus pasos torpes, arrastrando los pies.
Al subir al tren, sintió que las piernas ya no le respondían. Se dejó caer en el primer asiento disponible y entonces, cuando el vagón empezó a moverse, rompió en llanto.
Las lágrimas le corrían sin permiso por las mejillas.
Se iba. Así, como una criminal. Como una sombra en la noche.
Desterrada. Silenciada.
«El abogado... él también está con Felicia. Sabe que estoy viva. La traición está por todos lados», pensó con horror. «Ella viene por mí. No va a detenerse. Tengo que desaparecer. Tengo que sobrevivir.»
***
En otro lugar, a varios kilómetros de distancia, los dos hombres enviados por Felicia estaban furiosos.
No lograban entender cómo Paula había escapado. La habían tenido tan cerca...
—Esa mujer nos va a matar —gruñó uno de ellos, golpeando el volante con fuerza.
El otro, más sereno, sacó su teléfono.
—No va a poder matarnos si tenemos esto —dijo, mostrándole un video.
El primero lo miró con sorpresa.
—¿La grabaste?
—Claro que la grabé. ¿Acaso crees que soy idiota? Es nuestro seguro de vida. Felicia no puede mover un dedo contra nosotros sin que este video salga a la luz.
En la grabación se veía claramente a Felicia ordenando el secuestro y el asesinato de Paula. Su rostro, su voz, sus palabras. Todo.
—Nos largamos con el dinero. No le respondemos más. Que se pudra si cree que puede manejarnos como títeres —añadió el más astuto mientras el auto arrancaba.
Ambos rieron. El edificio quedó atrás. La cacería, al menos para ellos, había terminado.
***
Felicia, en su lujosa habitación, apretaba el celular con rabia. No obtenía respuesta.
Los números estaban apagados. Intentó una, dos, diez veces. Nada. Finalmente, lanzó un grito de furia y arrojó el teléfono contra la cama.
«¿Estás muerta, Paula? ¿O te burlas de mí desde las sombras? Maldita seas, no puedes volver, no puedes arruinarlo todo.»
Su mente era un torbellino de paranoia. Sabía que Paula viva era un peligro. Un riesgo.
***
Al día siguiente, Alicia visitó a Javier.
Él estaba sentado en el suelo de su oficina, con la camisa arrugada, ojeras profundas y el vaso aún medio lleno de whisky barato.
Su mirada era hueca, su alma parecía haberse evaporado junto con su dignidad.
—Javier, no puedes seguir así —le dijo ella con voz serena, pero firme.
—Alicia, vete. No quiero ver a nadie —murmuró sin mirarla.
Ella no se movió.
En cambio, sacó unos papeles del bolso y se los extendió. Javier los miró con desconfianza.
Al leerlos, su rostro se transformó.
Papeles de divorcio.
Firmados por Paula.
—Ella se fue —susurró Alicia—. Con su amante. Te abandonó. No la sigas idealizando, Javier. Ella no te merece.
De repente, Javier se incorporó como un resorte. Sus ojos rojos de furia. Rompió los papeles con las manos temblorosas.
—¡No! ¡Ella no se va a ir así! ¡Yo seré quien le haga pagar por lo que me hizo!
Alicia retrocedió un paso.
—Estás enfermo, Javier.
Él llamó a sus guardias.
—¡Quiero que encuentren a mi esposa! ¡Que la rastreen hasta el último rincón del mundo! ¡No me importa el costo ni el tiempo! ¡La quiero de regreso ante mí!
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