Pero ya no estaba ahí.
El corazón le golpeaba tan fuerte que por un momento creyó que iba a desmayarse. No tenía un plan.
No sabía a dónde ir. Solo una cosa estaba clara en su mente: Haría lo que fuera por seguir viva.
Pero esta vez… esta vez no sabía si lo lograría.
Paula no tuvo tiempo de pensar.
Apenas logró cruzar el balcón y pisar el alféizar del departamento vecino, sus pies tambaleaban por el vértigo y el corazón le retumbaba en el pecho como si fuera a explotar.
La puerta del balcón estaba entreabierta, bendita casualidad o tal vez un último guiño de la suerte.
Entró con rapidez, cuidando de no hacer ruido, aunque cada pisada le parecía un estruendo. Su respiración agitada la traicionaba.
Al adentrarse en la sala, se encontró con unos grandes ojos infantiles que la miraban desde el sofá.
Una niña de no más de seis años la observaba con terror y el labio inferior tembloroso.
Paula se congeló. Siseó con los labios, intentando calmarla, rogando en silencio que no gritara. Pero era