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Capítulo 4 – El secreto de la sangre curativa

Los días siguientes fueron una tormenta silenciosa para Eliana. Iba y venía de la biblioteca como siempre, pero todo le resultaba distinto. Escuchaba los latidos de las personas que entraban a devolver libros, podía sentir la energía de la gente en el mercado cuando pasaba cerca, y por las noches su piel vibraba bajo la luz de la luna.

Lucien no volvió a aparecer, y una parte de ella lo agradecía. Sin embargo, el recuerdo de su mordida, de la extraña chispa que había despertado en su interior, no la dejaba en paz.

Una tarde, mientras acomodaba pergaminos antiguos, su padre entró con el ceño fruncido. Lo conocía lo suficiente como para saber que algo grave había ocurrido.

—¿Qué sucede? —preguntó, dejando a un lado el manuscrito.

Él dudó antes de hablar, como si temiera que las paredes pudieran escuchar.

—Han traído a un hombre herido. Un viajero… no sabemos qué le pasó, pero su piel está pálida como la cera y arde en fiebre. Nadie logra bajarle la temperatura.

Eliana se tensó. Su instinto la empujó a preguntar:

—¿Dónde está?

Su padre la condujo a la trastienda de la biblioteca, un lugar que a veces usaban como sala de descanso. Allí, sobre un camastro, yacía un hombre joven con la piel cenicienta. El olor metálico de la sangre impregnaba el aire. Cuando Eliana se acercó, el herido abrió los ojos por un instante. Eran rojos.

Su corazón se detuvo. Un vampiro.

Eliana retrocedió, pero el hombre intentó hablar, con un hilo de voz.

—Agua… luz… me consume…

Su padre no parecía darse cuenta de lo que era en realidad. Solo veía a un hombre agonizante. Pero ella lo sabía. Reconocía esa mirada, esa esencia.

Recordó las palabras de Lucien: “Tu sangre puede devolvernos lo que la maldición nos arrebató.”

El miedo y la compasión se entrelazaron en su pecho. Tomó un cuchillo pequeño de la mesa y, con manos temblorosas, hizo un leve corte en su palma. La sangre brotó caliente, y sin pensarlo demasiado, dejó caer unas gotas en los labios del vampiro.

Lo que ocurrió después la dejó sin aliento.

El cuerpo del herido se arqueó, como si una corriente eléctrica lo recorriera. La fiebre pareció disiparse, y su respiración se hizo más profunda. Los ojos, antes enrojecidos y apagados, adquirieron un brillo vivo. La herida en su abdomen, que parecía imposible de cerrar, comenzó a cicatrizar a una velocidad sobrehumana.

Eliana cubrió su mano herida con un paño, aterrada. Había funcionado.

El vampiro la miró fijamente, incrédulo.

—¿Qué… eres tú? —murmuró, con una voz más fuerte que antes.

Ella no supo qué responder. El miedo la paralizó, y antes de que pudiera reaccionar, el hombre se levantó de golpe, aún débil pero lo bastante fuerte para salir tambaleándose por la puerta trasera, desapareciendo en las calles oscuras.

Su padre trató de detenerlo, pero fue inútil.

—Ese hombre… sanó en cuestión de minutos —dijo, sin comprender—. Eliana, ¿qué hiciste?

Ella negó con la cabeza, escondiendo su mano.

—Nada, padre. Solo lo atendí. Quizás… fue un milagro.

Pero en su interior sabía que no había sido un milagro, sino su sangre.


Esa noche, encerrada en su habitación, Eliana se observó en el espejo. El corte de su palma había cerrado en cuestión de horas, dejando apenas una línea rosada. Su reflejo le devolvía la imagen de una joven asustada, con los ojos brillando bajo la luz lunar.

Había confirmado lo que Lucien le advirtió: su sangre no solo era diferente, era capaz de alterar la maldición de los vampiros.

Y si eso era verdad… no tardarían en buscarla.

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