Veyron no regresó a la sala de reuniones; se internó en los túneles más profundos del castillo, donde las piedras susurraban nombres que nadie quería recordar. Allí, tras una puerta que llevaba un sello que sólo él conocía, existía una cámara que no era templo ni mazmorra: era un laboratorio.
No era el cuarto de hierbas de los ancianos ni el taller de los herreros vampíricos. Era un lugar frío y meticuloso, con mesas de obsidiana pulida, cristales que atrapaban luz como prismas, y frascos alineados con precisión militar. Instrumentos desconocidos colgaban en paredes de hierro, y en una vitrina se apilaban especímenes encerrados en líquido fosforescente. Todo olía a metal y a alquimia antigua.
Veyron dejó caer sobre la mesa el trozo de tela con la gota de sangre. La miró como si fuera una gema. Su mano —temblorosa, sí, pero firme— deslizó una pequeña aguja sobre la piel ajada del paño y recogió la mínima cantidad con un sonido apenas perceptible.
—Tan perfecta como dijeron —murmuró, si