Eliana colocó con cuidado un pesado tomo de cuero en el estante más alto. La escalera crujió bajo sus pies, y por un instante pensó que iba a ceder, pero se sostuvo firme. Exhaló un suspiro al bajar y pasó el dorso de la mano por su frente. El polvo se le había pegado a la piel, dejando un rastro grisáceo.La biblioteca olía a papel viejo y a madera encerada. La luz de la tarde entraba por los ventanales arqueados y teñía de dorado los lomos de los libros. Allí, entre paredes forradas de conocimiento, Eliana encontraba paz. Mientras el mundo afuera hablaba de rumores de guerra, de batallas en tierras lejanas entre vampiros y hadas, ella se refugiaba en aquellas páginas que parecían inmunes al paso del tiempo.Sus dedos, ágiles y suaves, recorrían los títulos escritos en lenguas antiguas. Sabía de memoria dónde se encontraba cada volumen, cada pergamino y cada códice. Era la bibliotecaria más joven en la historia del pueblo, y también la más dedicada. Sus padres estaban orgullosos, aunq
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