La llave pesaba en la mano de Liria como si estuviera hecha de plomo y no de hierro. La había mantenido oculta en el dobladillo de su vestido durante tres días, esperando el momento adecuado para usarla. Cada noche, antes de dormir, la sostenía contra la luz de las velas, estudiando sus intrincados diseños: un patrón de espirales entrelazadas que terminaban en lo que parecía ser la silueta de un cuervo.
Esta noche, finalmente, había reunido el valor necesario. Esperó hasta que los pasos de los guardias se desvanecieron en la distancia y el castillo quedó sumido en ese silencio peculiar que solo existe en las horas más profundas de la madrugada.
—Si no es ahora, no será nunca —susurró para sí misma mientras se envolvía en una capa oscura.
Deslizándose por los pasillos como una sombra más entre las muchas que proyectaban las antorchas moribundas, Liria descendió hasta el nivel inferior de la Torre Vieja. Conocía el camino hacia los pasajes de servicio gracias a sus conversaciones con El