El vestido de seda azul cobalto se deslizaba como agua helada sobre la piel de Liria mientras Myriam ajustaba los últimos detalles. La doncella había trabajado durante horas para que cada pliegue cayera con perfecta elegancia, como si la tela hubiera sido creada específicamente para abrazar su figura.
—Estáis hermosa, mi señora —susurró Myriam, colocando la última horquilla de plata en el elaborado peinado que recogía el cabello de Liria en una cascada de rizos controlados—. Todos los ojos estarán sobre vos esta noche.
Liria observó su reflejo en el espejo. El vestido, un regalo inesperado que había aparecido en sus aposentos esa mañana, llevaba bordados de hilo plateado que evocaban cristales de hielo ascendiendo desde el dobladillo hasta la cintura. Las mangas ajustadas se abrían en los codos, dejando caer una segunda capa de tela translúcida. Era, sin duda, el atuendo más norteño que había vestido jamás.
—¿Sabes quién lo envió? —preguntó Liria, pasando los dedos por los intrincados