LUCY MORETTI
El lápiz se deslizaba suave sobre el papel, como si mi mano supiera exactamente qué trazo seguir sin que yo tuviera que pensar.
Dibujar a Augusto siempre fue así.
Natural.
Intuitivo.
Como respirar.
Estaba en la terraza, sentada sobre una manta, con mis materiales regados alrededor y una taza de té ya frío a mi lado. El atardecer teñía el cielo con tonos dorados y rosados, pero yo no lo miraba. Solo a él.
Bueno… al dibujo de él.
Era mi forma de estar cerca cuando él no me veía.
Cuando me alejé de él.
Cuando supe que jamás me miraría de otra forma.
El lápiz contorneaba su perfil, fuerte y sereno. Su mandíbula definida, sus cejas siempre un poco fruncidas, y esa forma de morderse el labio inferior cuando está concentrado.
Lo conocía tan bien… que asustaba.
De pronto, sentí una presencia.
Mi pecho se apretó.
Lo supe antes de siquiera levantar la vista.
Era él.
—Hola —dijo, y mi corazón dio un salto.
Alcé la mirada lentamente y allí estaba.
Mi tormenta personal.
Mi debilidad.