CLARA VILLALBA
Los pasteles estaban casi listos.
La bandeja dentro del horno comenzaba a dorarse en los bordes, y el aroma a mantequilla y vainilla se esparcía como un canto de sirena. Me acerqué para sacarlos, pero justo cuando tomé el paño, una mano grande y firme me detuvo.
—Yo lo hago —dijo Asher, con una sonrisa segura.
—¿Eh?
—Te vas a quemar. Tú hiciste la mayor parte del trabajo; no hace falta quemarte con el horno también. Yo puedo hacerlo. Cuando te dije que no era tan inútil como pensabas, lo dije en serio —dijo en tono juguetón.
—Señor Asher —reí, entre sorprendida y divertida.
Con movimientos cuidadosos, se colocó un paño en cada mano y sacó la bandeja con el mismo orgullo que tendría un chef. La apoyó sobre la encimera y soltó un silbido bajo.
—¿Viste eso? Ni una quemadura. Un talento oculto.
—Impresionante —dije, intentando no reír más de lo necesario. Pero su tonito bobo me ganaba.
—Estos están tan perfectos que merecen una taza de café. ¿Te unes?
No supe decirle que no