El rugido suave del motor del jet privado de Moira ya se escuchaba a lo lejos. La pista privada, impecablemente iluminada, aguardaba con ese silencio solemne que solo acompaña a las despedidas importantes. El aire estaba cargado de emoción contenida, de miradas que decían más que las palabras, y de abrazos que parecían eternos.
Addy sostenía su bolso de mano contra el pecho, como si de algún modo eso pudiera retrasar el momento de partir. Lucien, a su lado, con la mandíbula tensa y los ojos más oscuros que de costumbre, trataba de mantener la compostura. Pero por dentro, sentía que una parte de sí mismo se quedaba en esa casa.
Bastien fue el primero en avanzar. Se acercó a Lucien, sin la habitual altanería de un padre protector, sino con el rostro serio y el orgullo contenido en sus ojos.
—Te la llevas contigo… —murmuró, mirando a su hija como si aún tuviera cinco años—. Prométeme que la vas a cuidar como si tu vida dependiera de ello.
Lucien lo miró directo a los ojos.
—No como si de