ADELINE DE FILIPPI
La brisa cálida de Roma nos dio la bienvenida apenas bajamos del jet privado. El sol acariciaba suavemente la pista del aeropuerto mientras el viento jugueteaba con mis rizos sueltos. Lucien descendió primero, con la mano extendida hacia mí. Vestía un traje negro impecable, sin corbata, con el primer botón de la camisa desabrochado y unas gafas oscuras que lo hacían parecer sacado de una revista de modelos o de una película. Mi película. La nuestra.
—Dio mio… —murmuró él, con su voz baja y grave, al posar los pies en tierra firme.
—¿Qué dijiste? —pregunté, medio sonriendo, todavía atontada por las horas de vuelo.
Bajó las gafas hasta la punta de la nariz y me miró con ese brillo que me derretía por dentro.
—Dije… “Dios mío”, porque te ves hermosa incluso después de diez horas de vuelo.
Mi corazón dio un pequeño salto.
—Ese acento... —susurré más para mí que para él. No debía decírselo, pero salió solo—. No vuelvas a hablarme en italiano si no estás dispuesto a enfre