AMELIA ALBERTI
El cielo estaba despejado, pero dentro de mí todo era gris.
Llevábamos apenas un día en España. A mi alrededor, las chicas del grupo universitario reían, se tomaban selfies, hablaban de lo maravilloso que era caminar por Madrid. Y sí, lo era. Las calles antiguas, el aroma del café, los balcones florecidos… todo tenía encanto. Pero yo no podía disfrutarlo.
No sin Paolo.
Habíamos discutido antes de que me fuera. La primera pelea seria desde que estamos juntos. Él no podía acompañarme por un “trabajo importante”. Y aunque yo intenté entenderlo, terminé haciendo un berrinche infantil. Me fui sin despedirme bien, sin un beso como los de siempre. Y ahora lo único que quería era estar con él.
Extrañarlo dolía como si me hubieran dejado incompleta.
Entramos temprano al museo esa mañana. El grupo se dispersó entre las salas, y yo caminé sin rumbo, perdida entre los cuadros y mi nostalgia. Me detuve frente a uno de los lienzos de Goya, tratando de concentrarme. No lo logré. Lo ún