SILVANO DI SANTIS.
—Te llevo a casa —dije, levantándome del banco con dificultad. El vendaje improvisado tiraba un poco, pero lo ignoré. Lo que de verdad me dolía no estaba en el brazo.
—No hace falta —respondió Anny, dándome la espalda, como si no acabara de curar mi herida con el máximo cuidado para no lastimarme más.
—Sí hace falta —insistí, con la voz más baja, más rota—. No voy a volver ser herido por salvarte.
Ella giró, con el ceño fruncido, los ojos brillantes. Había enojo en su mirada, pero también confusión.
—¿Y por qué, Silvano? ¿Para que luego me digas que soy una molestia? ¿Para que digas que no te gusta que me acerque, que te incomodo, que no soy parte de tu maldito trabajo?
Me dolió. Más que la navaja. Más que la sangre. Más que todo.
—No fue eso lo que dije.
—Fue exactamente eso.
—No. Yo dije que la atención me incomodaba porque sabía qué hacer con ella. Nunca dije que tú fueras una molestia.
— SI LO DIJISTE, TENGO GRABADAS CADA UNA DE SUS PALABRAS SEÑOR SILVANO, ASÍ Q