SILVANO DI SANTIS
Me había acostumbrado a su sonrisa. A su energía. A su torpeza brillante.
Y ahora, en su ausencia, el silencio era insoportable.
Había días en que esperaba ver su figura entrar a la oficina con una excusa absurda. Un café extra. Un informe inexistente. Una tonta pregunta sobre alguna obra que no necesitaba revisión. Pero no aparecía.
Desde aquella mañana en que escuchó mis malditas palabras, ya no era ella.
Ahora yo ya no era Silvano. Era “usted”.
Ya no me miraba con ilusión, sino con distancia.
Y esa distancia dolía como una bala.
Me senté en el borde de la bañera. Apoyé los codos en las rodillas. Cerré los ojos.
Recordé su voz:
—No quiero que nadie sangre por querer cuidarme, no es necesario, no quiero seguir siendo una molestia.
Demasiado tarde, pequeña. Jodidamente tarde.
Estaba tan confundido.
Y en el fondo… asustado.
Porque siempre creí que amaba a Adeline. Que ella era el faro que me guiaba en la oscuridad del mundo que compartíamos. Pero Addy siempre fue un i