JOSH MEDICCI
El sabor a hierro todavía estaba en mi boca. No sabía si era por la sangre del enemigo o mi propia sangre que había brotado entre golpes y forcejeo o por la rabia que me subía como ácido desde el estómago. No importaba. Todo en mí era fuego. Y todo ese fuego tenía un nombre: Marie.
La había visto salir de esa habitación. Agitada, despeinada, con el miedo ardiendo en sus ojos y la valentía en cada músculo. Y en ese instante entendí que la bestia que llevo dentro nunca había rugido de verdad… hasta ahora.
Michelle.
El bastardo que la había secuestrado. El mismo malnacido que se había atrevido a ponerle un dedo encima.
Cuando lo vi tambalear hacia afuera, con la cara ensangrentada por los golpes que Marie misma le había dado, algo dentro de mí se rompió. Ya no escuchaba nada más: ni a Lucien, ni a Lucca, ni siquiera las armas que disparaban afuera. Solo lo escuchaba a él respirando. Solo veía su sombra manchando el suelo que ella pisaba.
—¡Tú…! —escupí, y mi voz no sonó hum