LUCIEN MORETTI
El calabozo de la mansión olía a humedad, hierro y pólvora vieja. Las lámparas colgantes apenas iluminaban las paredes de piedra, y el eco de cada respiración hacía que el ambiente se sintiera aún más pesado. Allí estábamos todos: Lucca, con esa rigidez de acero en la mandíbula; Bastien, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, como un depredador que espera el momento justo para saltar; Silvano, serio y callado, observando cada movimiento. Y yo, sentado frente a los hermanos.
Michelle estaba sentado en una silla metálica, recibiendo curaciones de uno de nuestros hombres. Sus diecinueve años se notaban en la piel aún joven, en los gestos torpes de quien no tiene callos de guerra, pero sus heridas eran prueba de lo que había desatado: el rodillazo de Marie, la furia de Josh. Su rostro era un mapa de golpes, labios partidos, un ojo hinchado.
A su lado estaba su hermano, Tenía unos veinticinco años. El mayor. Había pedido hablar, y aquí estábamos. Sus ojos se movían