SILVANO DE SANTIS
La casa olía a polvo, madera rota y pintura vieja, aunque en realidad había más olor a trabajo que a destrucción. Afuera, el ruido de taladros, golpes de martillo y voces de obreros se mezclaba con el rugido de una sierra cortando metal.
El portón principal era ya un recuerdo: lo habían derribado con explosivos, y ahora no quedaba más que el hueco y los escombros. La pared perimetral estaba abierta como una herida mal cerrada. Cada vez que miraba ese boquete, sentía la misma rabia que la noche del ataque.
Habíamos pasado la noche con nuestras parejas, celebrando que no tuvimos ninguna pérdida, recuperando energías para lo que se venía esta mañana. En la cocina, lejos del caos del frente, nos habíamos reunido todos. Sobre la mesa había planos extendidos, tazas de café, algunas galletas y una libreta con anotaciones rápidas. El aire estaba cargado de polvo y tensión, y la luz que entraba por las ventanas se filtraba a través de lonas que colgaban afuera, dándole a todo