Tristán

LUCIEN MORETTI

Lo primero que sentí fue el peso en mi mano. No era dolor, ni el ardor de las costillas, ni el latido constante en mi frente. Era algo tibio, suave, inmóvil.

Abrí los ojos despacio. La luz de la habitación era tenue, filtrada por las cortinas cerradas. Y ahí estaba ella.

Addy, sentada en una silla al lado de la cama, con la cabeza apoyada en el colchón, sus dedos entrelazados con los míos. Su respiración era tranquila, pero su postura la delataba: no se había movido en horas, esperando.

Me quedé mirándola, grabando cada detalle. El mechón de cabello que le caía sobre el rostro. El ceño apenas fruncido, incluso dormida. La forma en que no me soltaba ni en sueños.

Llevé la mano libre a su cabeza y aparté ese mechón con cuidado, dejando que mis dedos acariciaran su cabello.

Ella se movió, como si mi toque fuera la señal que estaba esperando. Abrió los ojos lentamente, y la primera mirada que me dio fue suficiente para que el dolor se hiciera más soportable.

—Al fin… —susur
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