DUEÑO DE SERAPHIM
El silencio del despacho era insoportable.
El reloj en la pared marcaba las 08:00 y cada tic-tac era un cuchillo que me raspaba los nervios. Encendí otro cigarro con la colilla aún humeante del anterior. El humo llenó el aire pesado de madera y cuero, como si quisiera tapar la pestilencia de fracaso que ya podía oler.
Tenía tres pantallas encendidas frente a mí. Tres ventanas al infierno.
La primera mostraba el saldo consolidado de las cuentas principales: 0.00. La segunda, las transferencias de respaldo que debían haberse activado en caso de emergencia: rechazadas. Y la tercera, la comunicación encriptada de mis tesoreros. Parpadeaba sin cesar con un solo mensaje:
“Señor, todo se ha ido.”
No podía ser.
No podía ser.
Golpeé el escritorio con tanta fuerza que el vaso de whisky se volcó, tiñendo de ámbar los documentos que importaban menos que una servilleta mojada. El líquido resbaló hasta el suelo como si se riera de mí.
—¡Inútiles! —escupí, arrancando el auricular d