SILVANO DE SANTIS
El sol comenzaba a colarse tímido por la ventana. No abrí del todo los ojos. No quería romper el hechizo.
Anny seguía dormida. Su cuerpo seguía abrazado al mío, como si su piel aún recordara la intensidad de la noche anterior.
Y cómo no.
Yo la recordaba en cada centímetro de mi cuerpo.
En mis labios, en mis dedos… en lo más profundo de mi alma.
Deslicé la mirada por su rostro dormido.
Tan dulce. Tan hermosa. Tan jodidamente perfecta.
Tenía una pierna sobre mi cadera y su brazo cruzado en mi pecho.
Mi corazón latía lento, constante, como si su mera presencia lo arrullara.
No quise moverme, pero no pude evitarlo: incliné el rostro y besé su frente con la delicadeza de un hombre que ha hallado su tesoro más valioso.
—Buenos días, princesa —susurré contra su piel.
Ella se removió y alzó la mirada.
—¿Ya amaneció…?
—Sí, preciosa. Pero no te levantes todavía.
La besé en la frente y le sonreí.
—¿Fue real? —preguntó en un suspiro—. ¿Lo de anoche?
Me tensé un segundo. Y luego