SILVANO DE SANTIS
Soñé con su beso.
La segunda vez que la besé fue como un sueño. No estaba dormido, no había fiebre, ni confusión, ni sombras.
Solo ella… sus labios temblorosos, sus ojos miel brillando al mirarme, y su voz diciéndome eso que me devolvió el alma.
Te amo.
Ese “te amo” me dejó helado, sin poder reaccionar.
Mi mente decía: deténla.
Pero mi cuerpo no respondió… hasta que se subió al taxi.
Ese “te amo” se me clavó como un disparo en el pecho. No de dolor, sino de vida.
Porque hasta ese momento, no sabía que estaba muerto por dentro.
Había aprendido a vivir sin fuego, sin temblores, sin riesgo… hasta ella.
Anny.
Desde que cruzó esa puerta con sus libros, su torpeza y sus ganas de reír en medio de una oficina llena de sombras… supe que venía a destruir todo mi orden.
Y lo hizo.
Cuando desperté, el beso aún quemaba en mis labios.
Estaba enamorado.
De ella.
Sin escapatoria.
Sin excusas.
Y ese maldito vacío que había sentido cuando se alejó, cuando dejó de saludarme con esa son