ANNELISSE DE FILIPPI
La noche estaba fría, pero no lo sentía.
El calor seguía ardiéndome en la piel, en los labios… en el pecho.
Silvano me acompañó de regreso a casa en silencio, pero no era un silencio incómodo. Era un silencio lleno. Cargado. Íntimo.
Íbamos caminando de la mano. Había dejado su auto unas cuadras más lejos porque quería eso: caminar conmigo de la mano. Nos mirábamos y sonreíamos como dos adolescentes.
Al llegar al portal, se detuvo.
—Gracias por… todo —susurré, bajando la mirada—. Por traerme. Por acompañarme. Por…
—Por amarte —terminó él, con esa voz grave que ahora tenía una ternura nueva.
Levanté el rostro y me acerqué para darle un beso en la mejilla. Un beso tímido, rápido, de despedida.
Pero él lo esquivó.
Giró la cabeza justo a tiempo para que mis labios cayeran sobre los suyos.
Un beso corto.
Sencillo.
Perfecto.
Y cuando me separé, mi cara ardía como fuego. Él se quedó quieto, con esa sonrisa idiota —adorablemente idiota— que jamás le había visto. Como si es