El hombre que recibía el nombre del Siciliano, estaba sentado en un bar, estaba actuando entre las sombras. Él siempre había querido tener su propio imperio. Su padre lo había considerado tonto, un inútil que solo sabía dirigir cosas menores. Pero él era inteligente y, en este momento, lo estaba comprobando. Le quitaría el poder a su hermano y a las mujeres de su vida. Lo hizo con Martina y ahora lo haría con Chiara, aunque tuviera que matarla.
—Señor —dijo uno de los chicos que habían quemado la floristería—, estamos aquí para seguir sirviéndole.
Adalbero, alias el “Siciliano”, se encontraba en las sombras, con un sombrero de fedora, elegante y sombrío, un habano en la boca. No se le veía el rostro.
—Sí, ya los vi. Quiero que me informen todo lo que suceda en el lugar, y vean otro objetivo, lo sigan, vean todas las cosas que hace y me lo informen. El Don se casó hace unos días e irá de luna de miel a una isla cercana. Serán unos cuantos días. No podremos hacer nada contra él, ese lug