La habitación estaba perfumada con jazmín y azahar. No por accidente. Mamma había insistido en que las flores fueran colocadas desde el amanecer, como si supiera que ese rincón del palacio sería más que una habitación: sería un santuario. Las sábanas de lino marfil estaban planchadas con esmero, los candelabros de bronce encendidos con velas que chisporroteaban suave, lanzando reflejos dorados sobre las paredes cubiertas de seda color crema.
Un espejo antiguo, traído desde Palermo, reflejaba la escena con la melancolía del tiempo detenido. Ramas de glicina colgaban del dosel, y un ramillete de rosas blancas reposaba sobre la cómoda tallada. Había música, apenas audible: una melodía de cuerdas, sin palabras, como si la misma noche tocara para ellos.
Chiara entró primero, aún con el vestido. Su figura parecía flotar entre los velos de la cortina. El encaje se le ceñía con la gracia de lo eterno, como si esa prenda no hubiera sido cosida, sino soñada. Su cabello recogido en un moño bajo