El peso del odio.
La bruma descendía sobre Turín como un manto pesado, arrastrando consigo el olor a lluvia reciente y a asfalto mojado. Desde la ventana del despacho del ático, Adalberto miraba las luces de la ciudad extendiéndose hasta donde la vista se perdía, un océano de destellos que nadie parecía notar, pero que él veía con claridad quirúrgica. El humo del cigarro que sostenía entre los dedos se elevaba en espirales, difuminándose con la niebla que se colaba por la ventana abierta, formando figuras que parecían burlarse de él.
—Maldito seas, Adriáno… —susurró, con la voz rasposa y cargada de resentimiento.
Se dejó caer en el sillón de cuero negro, gastado por los años, el mismo que su padre había usado cuando él todavía era un niño que observaba, escondido en las sombras, cómo su hermano mayor recibía elogios que jamás le tocaron. Aquella habitación era su refugio, su santuario y, al mismo tiempo, su prisión de recuerdos y rabia.
—Toda la vida… toda la maldita vida he estado a tu sombra —murmuró