el gemelo de oro

Desde el intento de secuestro no había salido de la casa sola. Siempre iba acompañada por los guardaespaldas, que la seguían como sombras silenciosas. A veces sentía que respiraban al mismo ritmo que ella, atentos a cada paso, a cada movimiento. La propiedad estaba custodiada día y noche; hombres armados vigilaban incluso los rincones más tranquilos. Era como vivir en una fortaleza, y a la vez en una prisión.

Ese día, sin embargo, Chiara decidió cabalgar. Necesitaba ese respiro. Aldebarán, su fiel caballo, parecía sentir su estado de ánimo. El animal trotaba con calma, como si supiera que la mujer buscaba paz. El viento fresco le golpeaba el rostro y, por primera vez en mucho tiempo, sintió algo parecido a la libertad.

Al pasar por un paraje apartado, sus ojos se fijaron en unas rocas. Algo en ese lugar la hizo detenerse. Allí, según los relatos, había caído y muerto Martina. El nombre resonó en su mente como un eco doloroso. Tiró de las riendas, frenando a Aldebarán.

Bajó del caballo
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