La propiedad segura, con sus muros de hormigón y sus cristales blindados, se había convertido en una ruina de lo que alguna vez fue. Aunque los muros seguían en pie, la sensación de inviolabilidad se había derrumbado junto con la primera explosión. El aire en el pasillo destrozado olía a violencia y miedo.
Lorenzo no dió tiempo para el miedo ni para el luto por la seguridad perdida. Su modo de operación había cambiado de defensa estática a movimiento perpetuo.
—Diez minutos —dijo, su voz ronca pero autoritaria—. Solo lo esencial. Lleva ropa de abrigo. Nada que pueda ser rastreado.
Aurora asintió, levantó a Elisabetta entre sus brazos y tomó la mano de Matteo.
—Vamos —los llevó consigo hacia su habitación—. Debemos empacar, niños.
Subieron a las habitaciones entre el caos de los hombres de Marco, que limpiaban la escena y destruían cualquier rastro de su presencia. Aurora llenó dos mochilas con suéteres gruesos, pantalones de pana y botas. No sabía a dónde iban, pero las palabras de Lo