El chasquido hermético de la puerta de acero selló el mundo exterior, cortando de golpe el rugido de la tormenta y dejando en su lugar un silencio presurizado.
El cuarto de seguridad no era una celda fría de hormigón, como Aurora había temido en sus pesadillas. Era una habitación amplia, revestida de paneles de madera clara, con estanterías llenas de suministros, un baño privado y sofás de cuero que parecían camas.
La oscuridad era casi absoluta, rota solo por el tenue resplandor verde del panel de control junto a la puerta.
—Aurora, no puedo ver nada —se quejó Elisabetta, pegando su pequeño cuerpo contra el de Aurora.
—Tranquila, mi amor —susurró Aurora. Su propio corazón latía desbocado, un pájaro atrapado en su caja torácica, pero obligó a su voz a sonar firme, suave, el ancla que ellos necesitaban—. Las luces volverán pronto, es solo un fallo por la tormenta. Luego podremos tener nuestra pijamada.
Sintió movimiento y vió a Matteo acercarse a uno de los estantes.
—Aquí hay una lint