La tormenta que había amenazado con romper el cielo la noche anterior finalmente se había desatado con una furia bíblica.
La mañana en la propiedad segura no trajo consigo la luz del sol, sino un manto gris y pesado de agua que golpeaba los cristales blindados con un ritmo hipnótico y constante. El mundo exterior había desaparecido, borrado por la cortina de lluvia y niebla, reduciendo el universo de Aurora a las cuatro paredes de piedra y madera de la casa.
Lorenzo había regresado antes del amanecer. Aurora lo había sentido deslizarse a su lado en la cama. No le había preguntado qué había hecho ni a quién había visitado. Su presencia, el ascenso y descenso rítmico de su pecho junto al de ella, era la única respuesta que necesitaba, había cumplido su palabra.
Cerca del mediodía, la casa estaba sumida en una especie de letargo acogedor. En la sala de estar principal, frente a la chimenea que ardía con llamas azules y naranjas, la familia había establecido su campamento.
No había armas