El domingo amaneció con una calma engañosa, esa que parece ofrecer descanso cuando en realidad prepara terreno para algo más. Marcus despertó con la casa respirando lento, la cortina medio abierta y el ruido de la ciudad mezclándose con la voz de Melissa que cantaba en la habitación contigua. Se sentó en la cama, repasando mentalmente los pendientes que no tenía por qué repasar: ningún correo urgente, ninguna reunión, ninguna cita. Solo un domingo libre. Un domingo que, si fuera otro hombre, habría sentido como alivio; pero para él, el descanso siempre era sospechoso.
Melissa entró con el cabello revuelto y un entusiasmo que no cabía en su cuerpo. Llevaba un vestido amarillo lleno de manchas de témpera y un dibujo mal recortado entre las manos.
—Mira, papá —dijo—, es el dragón con tu cara. —Le mostró el papel con orgullo.
Marcus fingió una gravedad teatral.
—Soy un dragón muy elegante.
—Y gruñón —agregó ella.
—Eso es parte del encanto —replicó él, sonriendo con una sinceridad que