Sebastián observaba a Damián desde la esquina de la sala de espera. El alfa estaba de pie, inmóvil, con la mirada perdida en el ventanal que daba a la ciudad. La luna se alzaba alta en el cielo, bañando con su luz plateada los cristales. Había algo en su postura, en la rigidez de sus hombros, que no dejaba lugar a dudas: su mente estaba lejos, atrapada en un recuerdo que lo atormentaba.
—Damián… —dijo con voz suave.
Damián parpadeó, saliendo de su trance. Giró el rostro lentamente hacia su amigo.
—Disculpa, Sebastián. Estaba… pensando.
—Está bien. Lo entiendo. Sé que esto no es fácil para ti.
Damián asintió con lentitud. Su voz salió baja, casi ronca.
—Voy a ver a Selene.
—Ve tranquilo. Yo me quedo aquí.
El alfa se alejó con paso firme pero contenido. Cada vez que pensaba en Luna, su pecho se oprimía, su lobo rugía y una tormenta nacía dentro de él. No sabía cuánto tiempo más podría seguir ignorando lo evidente.
Al llegar al pasillo principal del hospital, una enfermera le indicó la h