—¡¿Cómo te atreves a incitar una guerra?! —rugió el rey Alfa, su voz resonando como un trueno que hacía temblar los cimientos del salón del trono—. ¿Quién te crees? ¡Mírate! ¡No eres una loba dorada!
El salón se llenó de un silencio tenso, roto solo por el eco de su rugido. Sin embargo, el rey soltó una risa amarga, una carcajada que parecía desafiar la gravedad de la situación. Todos se miraron entre sí, algunos con miedo, otros con incredulidad. Solo Hester mantenía la compostura, sus ojos pequeños, fijos en la princesa, la observaban como si midiera la fuerza de su voluntad.
—No necesito ser una loba dorada —dijo Eyssa, la voz temblando pero firme—. Mi sangre lo es. Y si no me libera de este vínculo asqueroso, haré que una guerra se cierna sobre ustedes. Rosso ya no es lo que era antes; es más fuerte. Mi tío Alessander no tiene piedad con los enemigos… ¡Recuerden mis palabras!
El rey Alfa lanzó un bramido de rabia que retumbó en las paredes. Sus puños se cerraron hasta hacer que los