Los ecos de pasos apresurados resonaron en los pasillos del palacio, pero Jarek lo supo antes de que las puertas del salón del trono se abrieran.
Lo sintió en el aire, ese olor metálico y agrio que traía la traición.
Un guardia irrumpió, pálido, con la respiración entrecortada.
—¡Señor! —exclamó, casi sin aliento—. ¡Ha escapado… el príncipe Aren escapó! ¡Y deambula libre por el palacio!
Un murmullo de horror recorrió la sala. Algunos guardias apretaron los puños, otros se miraron con rabia e incredulidad. La Luna Reina se puso de pie de un salto, sus ojos como dagas.
Jarek no esperó más explicaciones. El rugido que salió de su garganta fue mitad orden, mitad promesa de muerte.
—¡Cierren todas las salidas! ¡Ni un rincón sin vigilar!
No perdió un segundo más. Salió corriendo, sus botas golpeando el mármol como tambores de guerra.
***
Mientras tanto, en las entrañas del palacio, Aren se arrastraba entre sombras y columnas, jadeando como un animal acorralado.
El sudor le corría por la fre