—¡Déjala ir! —la voz de Lucien retumbó como un rugido contenido, sus manos firmes sobre el arma—. No la dañes. Dime qué es lo que quieres. ¿Quieres escapar? Bien… te ayudaré. Pero suelta a la princesa. Te daré lo que sea… lo que me pidas.
Aren soltó una carcajada que heló el aire.
No era risa, era el eco desquiciado de alguien que ya no tenía nada que perder. Su respiración era agitada, sus ojos, dos pozos de odio.
—¿Escapar? —repitió, burlón—. ¿De verdad crees que puedo escapar ahora? —dio un paso hacia atrás, apretando más a Alessia contra su cuerpo, el cañón frío hundido en su sien—. Ustedes… me lo arrebataron todo. Tú lo arruinaste todo.
Lucien no bajó el arma, pero sintió cómo un sudor helado le recorría la espalda.
—Yo debía casarme con la princesa Alessia —continuó Aren, con la voz rota por la rabia—. Ese era mi destino. Si lo hubiese hecho… si el veneno que le di al príncipe Alessander hubiera funcionado… él estaría muerto ahora. ¡Muerto! Y nosotros… nosotros seríamos los here