Minah estaba al borde del colapso.
La habían arrastrado de vuelta a su celda como a un animal, sin permitirle ver ni por un segundo a su hijo.
Gritaba, lloraba, se golpeaba el pecho con desesperación. Su loba interior no dejaba de aullar, desgarrada, encadenada al dolor.
—¡Mi cachorro! ¡Déjenme verlo, por favor! —clamaba con la voz hecha jirones.
El eco de su desesperación retumbaba por los fríos pasillos de piedra, pero nadie respondía. Nadie sentía compasión.
Nadie... excepto tal vez Elara.
“Si logro que ella me escuche… si logro que sienta lástima, tal vez me permita volver…”
Entonces, entre lágrimas, Minah ideó un plan.
Horas después, un mensaje urgente llegó a Elara:
—La prisionera Minah… se golpeó la cabeza contra los muros. Estaba llorando por su cachorro. Se provocó una contusión leve —informó la mensajera, bajando la voz. Hasta ella, que sabía de sus crímenes, sintió un fugaz destello de compasión.
Elara alzó la vista, vacilante. Contra toda lógica, algo dentro de ella se remo