Cuando Audrey despertó, el mundo se le vino encima.
La noticia la golpeó como un puño invisible: su hijo no era de Lucien. Un terror helado se instaló en su pecho, llenándole los pulmones de un aire que parecía pesar el doble, que apenas le permitía respirar.
Cada latido le retumbaba en los oídos, amplificando su miedo y su desesperación.
Se sentó en la cama, temblando, incapaz de contener el llanto que se acumulaba en sus ojos.
Su mente giraba en espirales, buscando explicaciones, culpables, alguna rendija de esperanza que no existía.
Un guardia irrumpió en la habitación, su sombra larga y amenazante extendiéndose sobre Audrey. El silencio se rompió de golpe.
—El doctor la dio de alta —dijo con voz firme, sin un ápice de compasión—. Usted mintió al rey Alfa sobre la paternidad de su bebé nonato. Por esa razón, será exiliada del reino de Rosso, y no se le permite volver en ninguna circunstancia.
Las palabras cayeron sobre ella como piedras ardientes.
Audrey comenzó a gritar, a suplica