Unos meses después.
Alessia caminaba de un lado a otro en su habitación, nerviosa, con una mano apoyada en su vientre redondeado que no dejaba de acariciar con insistencia.
Cada movimiento de su bebé la hacía contener el aliento, como si quisiera memorizar la sensación, como si temiera que aquel instante se desvaneciera demasiado pronto.
Su corazón latía con fuerza, lleno de ilusión y miedo a partes iguales: pronto su hija llegaría al mundo.
Aquel día, Elara, su madre, estaba sentada junto a la ventana, concentrada en tejer diminutas prendas de lana blanca.
Cada puntada llevaba la esperanza y la ternura de una abuela que soñaba con el día en que sostendría a su nieta en brazos.
El silencio de la tarde se quebró con una sonrisa cálida.
—Estoy tan feliz… —dijo Elara, levantando la mirada de la ropa que crecía entre sus dedos—. ¿Cómo te sientes, cariño?
Alessia se sentó frente a ella, con una sombra de inquietud en el rostro.
—Madre… —dudó, apretando los labios—. ¿Puedes ver el futuro de