Al día siguiente, la noticia recorrió el reino como un incendio incontrolable.
Los lobos despertaron con un murmullo en el aire, una vibración que se expandía desde los pasillos del palacio hasta los rincones más olvidados de las aldeas: el nuevo heredero Alfa sería elegido. Y no por la Reina, ni por los ancianos, sino por el propio pueblo. La decisión recaería en ellos, en los miles de lobos que formaban la manada real.
Las opciones eran claras y brutales, como las garras de un lobo en batalla: el príncipe Hester o el príncipe Heller.
La noticia no tardó en dividir corazones y territorios. Casi de inmediato, la guerra silenciosa comenzó. Los muros se llenaron con el rostro de Heller, sus ojos fríos y calculadores miraban desde cada cartel. Había fotografías de él en cada plaza, en cada taberna, en cada escuela de cachorros. Sus promesas retumbaban huecas, pero eran dulces al oído de los ingenuos: trabajo para todos, territorios más grandes, la supuesta unidad de la manada.
Pero lo qu