Lucien tomó con fuerza el brazo de Audrey, sus ojos ardían de rabia contenida y desconcierto.
—¡No me mientas! —gruñó, como si con esas palabras quisiera destrozar la ilusión que temía real—. ¡No puedo creerlo! No eres mi pareja destinada… Quiero una prueba, Audrey. Una prueba de que ese cachorro es mío. ¡Dámela!
Audrey se echó a llorar, sus sollozos eran temblores del alma.
—¿No me crees…? ¿No crees en lo que fuimos? —susurró con la voz quebrada, apretando su vientre como si ya protegiera al hijo no nacido—. ¿Acaso no aceptarás a tu propio hijo? ¿Vas a negarlo? ¿Quieres matarlo tú también, como matas todo lo que te da miedo?
Las palabras se clavaron como dagas en el pecho de Lucien.
Su agarre se aflojó, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
Dio un paso atrás. Por un instante pareció un lobo perdido, roto entre la culpa y la ira.
—Vete… —murmuró, con la voz baja, casi asustada—. Ahora mismo no sé qué pensar… no sé qué hacer. Necesito… tiempo. Te buscaré después, lo juro.
—¡Lucie