—¡¿Qué has dicho?! —rugió Lucien, con los ojos desorbitados y la voz impregnada de incredulidad.
El tiempo pareció detenerse. El viento cesó. Incluso el canto lejano de los cuervos en los muros se apagó, como si el universo contuviera el aliento.
Las palabras de Audrey se clavaron en su pecho con la fuerza brutal de una lanza.
Un sudor frío le recorrió la espalda. Aquello no podía estar sucediendo. No ahora. No en medio del caos, de la guerra, de las pérdidas.
No cuando su lobo aullaba por Alessia, cuando ella era su pareja destinada.
Lucien dio un paso hacia atrás. Sus botas crujieron contra las piedras, pero él ni lo notó. Solo sentía el vértigo. El suelo parecía tambalearse bajo sus pies.
—¿Cómo…? —balbuceó, sin poder evitar que su voz se quebrara—. ¿Cómo puedes estar segura… de que es mío?
El rostro de Audrey se tensó. La herida en sus ojos se abrió como una grieta profunda, y por un segundo, pareció que toda su compostura se vendría abajo. Su barbilla tembló, pero no apartó la mi