Hester fue atrapado.
Los guardias lo rodearon con rapidez, impidiendo cualquier escape, y las cuerdas crujieron mientras comenzaban a ajustarlas alrededor de su cuello.
Hester luchaba con todas sus fuerzas, sus músculos temblando, sus uñas arañando la tierra húmeda del suelo, buscando algo, cualquier cosa a lo que aferrarse.
Lo arrodillaron con brutalidad, pero él no se rindió.
—¡Padre… soy inocente! —gritó con la voz rasgada por el esfuerzo y la desesperación, sus ojos buscando una chispa de misericordia, una mirada que dijera que alguien creía en él.
Crystol, transformado en su lobo, permanecía cerca, pero no lo miraba.
Su rugido gutural resonó en el aire, profundo, estremecedor, y Hester sintió el vacío que le dejaba la indiferencia de su propio padre.
Cada respiración se volvía más difícil, cada intento de luchar lo dejaba más débil.
El sudor resbalaba por su frente y su cuello, el sabor metálico de la sangre, real o imaginada, llenando su boca.
—¡Padre! —gritó de nuevo, el pánico