—¡Despierta, Hester! —gritó Eyssa, su voz desgarrándose con cada palabra, temblando entre el llanto y la ira—. ¡Esto no ha acabado, te necesito, mi amor!
Recordó el collar con un brebajo que le dio su abuela, Elara, la reina luna, la loba dorada más poderosa de su linaje.
Con manos temblorosas, lo desabrochó y extrajo el pequeño frasco con el líquido sagrado.
Sus dedos temblaban, pero su determinación era férrea.
Abrió el frasco y vertió con cuidado el contenido en la boca de Hester, sintiendo cada segundo como si la vida misma estuviera colgando de un hilo.
Luego, puso sus manos sobre él, dejando que la luz dorada de su esencia fluyera, llenando el aire a su alrededor.
La energía de la Diosa Luna parecía palpitar a través de ella, amplificando su súplica.
—Diosa Luna… soy tu hija, tu loba dorada de la resurrección —susurró con fervor, la voz quebrada pero firme—. ¡Devuélveme a mi amado! No merece morir, no ahora, no sin mi amor, no ahora sin ser tu hijo. Oh, Diosa Luna, escucha mi súp