Mundo ficciónIniciar sesiónIsa
El espejo no me reconoce.
Yo tampoco me reconozco.
Mis dedos tiemblan mientras termino de ajustar las tiras del vestido blanco. Es suave, elegante… demasiado delicado para la guerra en la que estoy a punto de entrar. El escote discreto, la caída sutil, el corte que abraza mi cintura. Mi cabello cae en ondas que la señora Renata, una de las empleadas, me ayudó a definir, y por un momento creo ver a la Isa de antes.
La Isa de hace dos años.
La tonta.
La enamorada.
La que planeaba su vida con el hombre que la destrozó.
Me arde la garganta.
No puedo evitarlo. Cada movimiento frente al espejo trae el recuerdo de cuando me probé un vestido parecido, ilusionada, pensando en Adrián y en su sonrisa cuando me veía.
Qué ingenua.
Qué estúpida.
Qué frágil fui.
Ahora soy… la esposa de su hermano.
La mujer que caminará hacia él por primera vez desde que me dejó rota en una estación de tren.
Cierro los ojos y me aferro a la orilla de la mesa.
Voy a verlo.
Voy a escucharlo.
Voy a sentirlo caminando entre tanta gente como si nada hubiera pasado.
Mi estómago se revuelve.
No sé cómo reaccionar.
No sé si voy a desmoronarme o si voy a gritarle todo lo que me arruinó.
Pero sí sé una cosa:
No voy a mostrármelo.
No hoy.
No nunca.
Si ellos quieren una esposa trofeo…
si quieren una Moretti impecable…
Hoy la voy a interpretar.
Hoy voy a demostrar que no soy la pobre niña rota que él dejó.
Hoy voy a demostrar que si Gabriel Moretti es el magnate más temido del país, su esposa puede estar a la altura.
Aunque por dentro esté muriéndome.
Un golpe en la puerta me hace sobresaltarme.
—Señora —dice la ama de llaves desde afuera—, ya es hora.
Mi garganta se aprieta.
Trago duro.
—Ya voy —consigo decir.
Me miro una última vez. Enderezo los hombros.
Me obligo a creer que estoy hecha de mármol.
Que nada puede quebrarme.
Abro la puerta. Paso al pasillo.
Las escaleras principales esperan… y también él.
Cuando empiezo a bajar, lo veo.
Gabriel.
De pie al final de la escalera.
Apoyado en una mano dentro del bolsillo del pantalón.
Traje oscuro a medida.
Camisa blanca abierta en el cuello.
Mirada fija en mí.
Y por un segundo…
Dios.
Por un segundo, me falta el aire. No porque me guste. No porque lo admire.
Sino porque es… imponente.
A Adrián lo amé.
A Gabriel lo… siento.
De una forma extraña, caliente, peligrosa.
Hasta que abre la boca.
—Llegas tarde —dice con esa voz fría que le encanta usar para recordarme que está al mando.
Y todo se me apaga.
—No sabía que teníamos un cronómetro —respondo con desdén mientras sigo bajando.
Él no se mueve.
Pero sé que me está escaneando.
Le devuelvo el gesto.
Lo miro de arriba abajo con descaro.
Si quiere una esposa que decore su brazo…
que vea lo que se llevó.
Cuando doy el último paso, él alza ligeramente una ceja.
—¿Te gusta lo que ves? —pregunto, desafiándolo.
La sorpresa se dibuja en sus ojos apenas un instante. Se recompone rápido.
—Mucho —admite, sin vergüenza alguna—. Bastante, diría yo.
Pero espero que… así como te ves, te comportes.
Pongo los ojos en blanco.
—Tenías que arruinarlo —murmuro.
No responde.
Solo extiende el brazo.
Lo miro.
Dudo.
Pero la verdad es que… lo voy a necesitar.
Necesito apoyo.
Necesito algo a lo que aferrarme para no colapsar en cuanto vea a Adrián.
Finalmente, deslizo mi mano sobre la suya.
Gabriel cierra su brazo con firmeza, sin invadir, pero dejando claro que me está guiando.
Empezamos a caminar hacia el patio, donde las voces se mezclan con risas y música suave.
Mi pecho sube y baja.
Cada vez más rápido.
—¿Quién está ahí? —pregunto con voz baja, casi temblorosa.
Él no se detiene.
—Mis padres —dice sin más—. Mis tíos. Algunos primos. Socios.
Y… tu familia.
Mi estómago cae.
No me esperaba eso.
No esperaba verlos.
Menos a él.
—¿Y tu hermano? —logro preguntar aun sabiendo la respuesta.
Gabriel me mira de reojo.
—Por supuesto.
Respiro hondo.
Muy hondo.
—Perfecto —murmuro—. Terminemos con esto de una vez.
Cuando estamos a dos pasos de las puertas de vidrio, Gabriel me detiene sujetando mi mano.
—Recuerda lo que hablamos —dice, frío—. Compórtate.
Mi rabia explota.
—Eres igualito a mi padre —escupo sin pensarlo.
El cambio en su rostro es instantáneo.
Su mirada se oscurece.
La mandíbula se tensa.
Me aprieta el brazo, no con fuerza como para herirme, pero sí lo suficiente como para advertirme.
Se inclina hacia mí.
Su aliento toca mis labios.
—Ni se te ocurra compararme con esa basura —gruñe.
Me quedo helada.
Sus palabras me sacuden.
¿Basura?
¿No eran socios? ¿Amigos? ¿Aliados?
Esa grieta… esa rabia… me descoloca.
Pero antes de poder pensar en nada más, él abre las puertas de golpe.
Un murmullo recorre el patio.
Decenas de cabezas se giran.
Me aferro a su brazo y levanto la barbilla.
Si voy a ser una Moretti, que lo sea bien.
Gabriel me guía directamente hacia una pareja de unos cincuenta y tantos. Su padre y su madre. Los anfitriones. Los reyes del imperio.
En cuanto nos acercamos, el silencio se vuelve absoluto.
—Familia, amigos… —dice Gabriel con voz clara y firme— les presento a Isabela Moretti.
Mi esposa.
Mi apellido nuevo cae sobre mí como una losa de mármol.
Pero mantengo la compostura.
La pareja nos observa.
La madre sonríe con suavidad, pero veo la evaluación en sus ojos.
El padre mantiene un gesto serio, estudiándome.
Estoy por extender la mano cuando una voz me corta el aire.
—Esto tiene que ser una maldita broma.
Mi corazón se detiene.
No.
No. No. No.
Reconozco esa voz como si la hubiera escuchado ayer.
Me giro lentamente.
Ahí está.
Adrián Moretti.
Más alto de lo que recuerdo.
Más frío.
Más duro.
Con la misma mirada que un día me hizo sentir elegida…
y luego me dejó abandonada.
Camina hacia nosotros con rabia en cada paso.
Me arde la piel.
Me tiemblan las piernas.
Sus ojos pasan sobre mí.
Y sé que recuerda todo.
Pero no me llama por mi nombre.
No dice nada que duela, que arda, que sane.
Lo que dice es peor.
—¿De entre todas las mujeres de Italia, te casaste… con ella? —le suelta a Gabriel, ignorándome por completo.
Gabriel se encoge de hombros, como si estuviera hablando del clima.
—Es lo que acabo de anunciar.
¿Alguna queja?
Adrián aprieta la mandíbula.
Pero no dice nada.
No dice nada.
Y eso me destruye más que cualquier palabra.
No me defiende.
No explica.
No se arrepiente.
Ni siquiera admite que me conoció.
Soy un secreto sucio.
Un error que no quiere reconocer.
Trago el nudo en mi garganta y giro hacia los padres de Gabriel.
—Un gusto conocerlos —digo con voz firme, aunque siento un agujero en el pecho.
Ambos me estrechan la mano.
Puedo sentir la reticencia, la duda, la sospecha.
Y por un momento quisiera gritarles que yo no pedí nada de esto.
La madre sonríe falsamente.
—Te ves hermosa, querida. Bienvenida a la familia.
—Gracias.
Gabriel toma mi mano de nuevo, con propiedad, casi con orgullo, y empieza a llevarme hacia una de las mesas.
Pero antes de avanzar dos pasos…
—¡Isa! —escucho.
Mi corazón se hunde.
Mi padre.
Se abre paso entre la gente con una sonrisa exagerada. Extiende los brazos como si fuéramos una familia normal.
Yo me tenso. No puedo moverme.
—Mi niña —dice abrazándome—. Qué alegría verte.
Su abrazo me asfixia.
Huele a alcohol.
A arrogancia.
A pasado.
Acerca su boca a mi oído.
—Más vale que te estés comportando —susurra con veneno—. No vayas a arruinarlo.
Mi mandíbula se tensa.
—Justo las palabras que esperaba oír de ti —le respondo con odio puro.
Me aprieta el brazo.
Un dolor punzante me recorre. Y entonces siento otra mano.
La de Gabriel. Su brazo rodea mi cintura.
Firme.
Protector.
Colocándose entre mi padre y yo.
—Me alegra que se estén reencontrando —dice con frialdad peligrosa— pero me llevo a mi esposa.
Mi.
Esposa.
Otra vez esa palabra.
Mi padre retrocede apenas.
Gabriel me arrastra—literalmente—hasta la mesa.
Nos sentamos.
Intento actuar normal, pero mi brazo duele y mi orgullo más.
Me llevo la mano al lugar donde mi padre me apretó… y siento los ojos de Gabriel siguiéndome.
La baja.
No digo nada.
Me quedo rígida.
Siento su mirada quemándome el perfil.
Y mientras todos intentan volver a conversar, mientras los meseros sirven, mientras las risas vuelven a llenar el aire…
Yo estoy en otra parte.
En otra herida.
En otro nombre.
Adrián.
No puedo con esto. Necesito un segundo de aire.
Me levanto.
—Disculpen. Voy al baño.
Camino hacia el interior de la casa con pasos firmes.
Llego al pasillo y entro al baño sin dudarlo.
Me apoyo en la pared.
Respiro.
Intento recomponerme.
Cuando finalmente salgo del baño…
Mi corazón se detiene.
Adrián está ahí.
Justo frente a mí.
Bloqueando el pasillo.
Mirándome como si yo fuera el fantasma de un crimen que él cometió.
Y antes de que pueda retroceder, él dice:
—Tenemos que hablar.







