Mundo ficciónIniciar sesiónIsa
El día avanza como una nube gris que no me deja respirar.
Desde ayer supe que Gabriel planea una especie de reunión familiar. Una celebración. Una presentación. Llámenlo como sea… pero en mi cabeza todo significa lo mismo:
Encontrarme con Adrián.
La idea me revuelve el estómago.
Mis manos tiemblan desde que desperté.
Y aunque intento hacer cualquier cosa para distraerme, cada paso que doy por esta mansión me recuerda que estoy atrapada.
Una Moretti.
El chiste más cruel del destino.
Me apoyo contra la ventana del pasillo y cierro los ojos. El aire frío toca mis mejillas, pero no calma la punzada en el pecho que lleva dos años incrustada.
Y entonces ocurre.
El flash.
El recuerdo.
Otro verano, otro olor, otra piel.
—Solo confía en mí, Isa —me decía Adrián con esa mirada que parecía envolverme—. No hay nadie en este mundo que te quiera como yo.
Yo le creí.
Le creí como una idiota.
Le creí porque su sonrisa era suave, porque sus dedos entrelazados en los míos me parecían un hogar.
Porque me llamó mi luna y me prometió que ese tren sería nuestro comienzo.
Y ahora estoy aquí, en la casa de su hermano.
Obligada.
Engañada.
Rota.
Una lágrima me cae sin permiso. Trato de limpiarla, pero otra la sigue. Y otra.
No quiero llorar. No aquí. No por él.
Me odio por seguir sintiendo algo parecido a dolor.
Respiro hondo.
Tengo que hablar con Gabriel.
Tengo que frenarlo antes de que organice ese maldito circo delante de la familia entera.
Camino hasta el ala este, donde está su despacho. A medida que avanzo, aparecen más y más guardias. Parece que hubiera una reunión de mafiosos dentro.
Me planto frente a ellos.
—Necesito hablar con Gabriel —digo, manteniendo la voz firme.
El guardia más cercano levanta una ceja.
—El señor está ocupado.
—No me importa —respondo—. Soy la señora de esta casa. Necesito hablar con él.
Los hombres se cruzan de brazos. No se mueven.
—Señora… no tiene permiso de entrar.
—Pues me lo doy yo misma.
Intento pasar entre ellos, pero me bloquean con el brazo. Mi paciencia explota. Intento colarme por debajo, empujando un hombro, esquivando un cuerpo. Uno me agarra del brazo, otro intenta sujetarme por la cintura.
—¡Suéltenme! —grito.
Consigo zafarme de uno y empujo la puerta del despacho apenas un palmo…
Y entonces me jalan hacia atrás con fuerza brutal.
Mi cabeza golpea el marco. Un destello blanco explota en mis ojos.
—¡Qué demonios está pasando! —ruge una voz que provoca silencio inmediato.
Gabriel.
Me sujeto la sien, aturdida. Cuando volteo, veo al guardia que me sostuvo retroceder un paso. Pero no le sirve de nada.
Gabriel lo tiene agarrado por el cuello, empujándolo contra la pared con tal violencia que el sonido del impacto retumba en el pasillo.
Su rostro…
Dios mío.
Es puro invierno.
Frío. Frío.—¿Se te olvidó quién es? —dice entre dientes—. ¿Se te olvidó que es mi esposa?
El guardia intenta hablar pero no puede. Gabriel aprieta un poco más.
—Nadie —repite con una voz tan fría que me paraliza— toca lo que es mío.
—L-Lo lamento, señor.
Suélta al hombre de golpe. El guardia queda jadeando.
—Pídele disculpas a ella —ordena Gabriel sin mirarlo.
El guardia asiente rápido, temblando, y gira hacia mí.
—Señora… perdóneme. No debí—
—Ya —lo interrumpo, frotándome la sien—. Está bien.
Mentira. No está bien nada.
Pero quiero salir de este pasillo.
—Ven —dice Gabriel, abriendo la puerta de su despacho.
Entro sin pensarlo dos veces.
El guardia cierra la puerta con alivio.
**
El despacho de Gabriel huele a madera, a cuero… y a él.
Es amplio, elegante, perfectamente ordenado.
Todo está en su sitio, como si fuera un hombre que cree controlar cada milímetro de su existencia.
Me quedo de pie, aún tocándome la cabeza.
—¿Necesitas que llame a un médico? —pregunta él, acercándose.
Me cruzo de brazos.
—No. Estoy bien.
Y, contrario a lo que piensas, no soy de cristal. No voy a romperme por un golpe.
Apenas lo digo, juro ver algo parecido a una sonrisa en él.
Una pequeña curva. Un gesto mínimo.
Tan fugaz que casi lo imagino.
—Ya lo veo —dice simplemente, acomodándose el saco.
Respiro hondo. Debo decir esto antes de que pierda el valor.
—Tenemos que hablar.
Él asiente con un gesto, como si estuviera acostumbrado a órdenes que no lo impresionan.
—Dilo.
Mi garganta raspa. Mis manos sudan.
No quiero sonar débil.
No quiero pedirle un favor a este hombre que parece esculpido de mármol.
—No quiero ninguna cena —digo finalmente—. Ni reunión. Ni fiesta. Ni presentación. Nada.
Gabriel no pestañea.
—¿Puedo saber a qué se debe tu… negativa?
—A que yo no soy como “cualquier mujer”. No quiero ver a nadie de tu familia. Ni de la mía.
Y si ya estoy obligada a este matrimonio… al menos quiero evitar seguir alimentando el circo.
Gabriel me observa. Su mirada me perfora.
Es como si leyera entre las líneas.
—¿Eso es? —pregunta—. ¿O temes encontrarte con mi hermano?
Siento cómo mi cuerpo entero se tensa. La sangre me hierve. Los labios me tiemblan.
—Cállate —susurro—. No sabes nada.
Él se reclina en la silla, entrelaza los dedos y cruza los brazos con aire de quien está a punto de revelar un secreto que nadie quiere escuchar.
—Te equivocas —dice con calma—. Sé más de lo que quisieras.
Abre un cajón y saca un sobre grueso. Lo deja frente a mí.
—Aquí está todo.
Mi corazón se detiene.
Lo tomo con manos temblorosas. Lo abro.
Y entonces lo veo.
Mi nombre.
Mi dirección.
Mi familia.
Fotos.
Fechas.
Reportes.
Y lo peor de todo…
El nombre de Adrián Moretti, subrayado.
Mi estómago se contrae.
—¿Cómo pudiste? —escupo—. ¡Me investigaste!
—Claro que te investigué —responde sin inmutarse—. No soy un idiota. Si iba a casarme, lo mínimo era saber quién eras.
—Podrías haberme preguntado. La gente normal hace eso.
Sus ojos se endurecen con media sonrisa irónica.
—En mi mundo no hay tiempo para esas trivialidades.
Quiero romperle algo.
La cara, el saco, el ego.
—De cualquier forma —continúa— la cena se mantiene. Y procura comportarte.
—No voy a bajar —declaro, dando un paso atrás—. No voy a bajar a NADA.
—Si no bajas… —su voz baja un tono, amenaza pura— yo mismo iré por ti. Y te aseguro… será peor.
Mi corazón late con rabia. Me doy la vuelta y camino hacia la puerta. Las lágrimas me pican detrás de los ojos, pero no voy a llorar delante de él.
—Isabella —me llama.
Me detengo.
Me giro, tensa, sin acercarme.
—Más te vale comportarte —dice con dureza—. Y no hablo solo de hacer un espectáculo.
Espero no verte intentando revivir viejas llamas con mi hermano.
La ira me atraviesa como un rayo.
—Si hay una sola persona en este mundo que odie más que a ti… —mi voz tiembla de puro dolor— es a él.
Una ceja suya se arquea.
La sombra de una sonrisa cruza su rostro.
—Bueno —dice—. Al menos eso es lo único que tenemos en común.
Me quedo congelada.
¿En común?
¿Él también…?
Pero no me da tiempo de preguntar.
—Retírate —ordena—. Prepárate. La cena es a las ocho.







