Mis párpados pesaban como lápidas, pero mi mente se negaba a concederme el descanso. Llevaba tres días en esta oscuridad y el tiempo aquí era una burla, una tortura silenciosa. El frío del calabozo se había adherido a mis huesos, era una sensación constante y húmeda que penetraba más allá de la piel. Mis muñecas y tobillos ardían con el contacto de las cadenas. Plata. Lo sabía. Sentía como ese metal maldito devoraba mi fuerza, me debilitaba con cada minuto, y lo peor de todo, anulaba la precisión de mi don. Soy una Sanadora, mi sangre debería estar curando las grietas y los hematomas que Marcus, ese monstruo, dejó en mí, pero las cadenas ralentizaban el proceso hasta hacerlo casi inútil.
Miraba mis manos, apenas visibles en la penumbra. Temblaba, no de frío. De dolor. De ese dolor que no se va, el que se había instalado en el centro de mi pecho y no me permitía respirar sin un gemido mudo. Dorian. Su nombre era un eco constante, una herida abierta que supuraba tristeza. Recuerdo el brillo en sus ojos antes de que la vida se apagara en ellos, y la imagen me desgarraba. La forma en que Marcus lo asesinó... fue cruel, despiadada, una exhibición brutal de poder. El odio me incendiaba, puro y corrosivo. Odiaba a Marcus con cada fibra de mi ser por habérmelo arrebatado, por quitarme lo único que me hacía sentir viva. Un crujido metálico me sacó de mi lúgubre meditación. La puerta del calabozo se abrió y la poca luz que entraba dibujaba una silueta: Amira. Mis ojos se ajustaron a su figura, y en su rostro pude ver una mezcla helada de desprecio y regocijo. —Qué imagen tan patética —dijo, con voz dulzona y falsa, mientras me miraba de arriba abajo con una burla palpable—. Mira cómo terminó la que intentó robarme mi posición como Luna de esta manada. Sentí la rabia subir por mi garganta. Intenté moverme, inútilmente, forzando las cadenas. —¿Por qué, Amira? —logré susurrar, mi voz áspera por la sequedad y el grito contenido—. ¿Por qué me estás haciendo esto? Tú y yo éramos amigas, nos queríamos, crecimos juntas. ¿Por qué me traicionaste? Si no hubieras dicho nada, ahora yo estaría lejos con Dorian, y tú habrías conseguido lo que querías de cualquier forma. Amira soltó una risa que hizo eco en el calabozo, una risa cruel y sin pizca de alegría. —Pobre Isis, siempre has sido una tonta ingenua. Yo nunca te quise, eres tan estúpida que nunca te diste cuenta que te odiaba con toda mi alma. Su confesión me golpeó más fuerte que cualquier puñetazo. —Yo veía cómo te miraba el Alfa —continuó, con una intensidad venenosa en su voz—. Cómo gozabas del cariño de su madre, cómo todos se desvivían en elogios para ti a pesar de que mi familia tiene un mayor rango que la tuya. Solo porque eras el prodigio de la manada. Tu poder de sanación te hacía única, te hacía especial, y yo solo pude obtener mi formación como guerrera. Era una más del montón, y eso era suficiente motivo para aborrecerte. La incredulidad me ahogó. —No puede ser. Lo que me dices no es posible, fingías ser mi amiga mientras planeabas la manera de apuñalarme por la espalda, maldita. Odio no haberme dado cuenta de la clase de serpiente que eras, si lo hubiera sabido, quizás Dorian estaría vivo, ¡Por tu culpa ese monstruo asesinó a Dorian! ¡Me quitó lo único en este mundo que me hacía feliz! —Y no sabes cómo estoy disfrutando tu sufrimiento, Isis. Por eso te delaté con el Alfa. No podía permitir que te fueras. No quería dejar que fueras feliz y que conocieras el amor. Si yo no era feliz, tú tampoco lo serías. —Pero ibas a casarte con el Alfa. ¡Era lo que tú querías y aun así me apuñalaste por la espalda! Eres una desgraciada, enferma, estás loca. —Las palabras se precipitaron, buscando herirla—. Pero te juro, Amira, que nunca vas a conocer la verdadera felicidad, ¿sabes por qué? Porque el Alfa nunca te va a amar de verdad. Solo serás un instrumento, un trofeo al cual pueda presumir. ¡Te utilizará como un objeto, pero para él no significarás nada! —grité, agotando mi voz. Su rostro se contorsionó en una máscara de rabia. —¡Cállate, perra! Estás aquí, encerrada como una rata, reducida a ser una esclava miserable. Pero el Alfa se enamorará de mí. Tendré todo lo que tenía que ser para mí desde un principio y que tú me arrebataste. —Te maldigo, Amira —dije, sintiendo la solemnidad de mis palabras a pesar de mi debilidad—. Le pido a la Diosa Luna que te haga tan o más infeliz de lo que estoy siendo yo. —¡Cierra la boca, zorra infeliz! Amira se abalanzó, abriendo la celda de golpe. Aprovechándose de que yo estaba encadenada, indefensa, comenzó a golpearme con una furia descontrolada. El dolor era sordo y familiar, pero el odio en sus ojos era nuevo y terrible. —Voy a hacer que te conviertan en mi esclava. Te voy a destruir poco a poco. Tu vida ahora me pertenece y voy a pisotearla cuantas veces me dé la gana, Isis. Dejé escapar una carcajada. Fría y amarga. —¿Por qué crees que el Alfa me eligió a mí? Porque soy mejor que tú. Porque soy más hermosa que tú, más valiosa para toda la manada, porque sería una esposa más adecuada. Porque tú solo eres un cuerpo bonito, un rostro angelical, pero un cerebro vacío. ¡Estás hueca por dentro y a nadie le importas! —repliqué, inyectando todo el veneno que pude, buscando el punto de quiebre. Buscando que me matara de una vez. Eso desató la locura en Amira. Continuó golpeándome con brutalidad y luego, en un acto que me heló la sangre, empezó a rasguñarse la cara a propósito. —Ahora veremos el escarmiento que te espera, querida amiga. Le diré al Alfa que te atreviste a golpear a su Luna, a su futura esposa, y veremos cómo reacciona ante eso. Le voy a sugerir un castigo monumental. Uno que nadie olvide jamás. Amira cerró las puertas del calabozo con un estruendo. Yo grité, desconsolada, dejando escapar por fin el dolor de Dorian y el mío. —¡Acaba conmigo! ¡Mátame de una buena vez! ¡Si tanto te estorbo, termina con el estorbo que supone mi presencia! Pero ella no me escuchó. Corrió, con su rostro ensangrentado y su veneno listo, al despacho del Alfa. El aire de la mañana me golpeó. Era fresco y traía consigo el olor de la multitud. Un hedor denso de curiosidad y desprecio. Mis oídos zumbaban. Había perdido la cuenta de las horas desde que Amira salió corriendo con su teatro de sangre. De repente, todo era luz cegadora y ruido ensordecedor. Me sacaron del calabozo arrastras, mis tobillos y muñecas encadenados a pesadas tiras de plata que quemaban mi piel como ácido. Cada paso, cada roce, enviaba punzadas de agonía que me hacían tambalear. Estaba golpeada, débil, y la plata era una mordaza para mi loba. Keyra, por favor... la llamé, pero no hubo respuesta. Solo un silencio espectral, una loba agotada e incapaz de luchar, reducida como su Sanadora. No podía curarme a mí misma. La impotencia era un castigo adicional. La plaza principal de la manada se había llenado. Cientos de lobos. La misma gente que me había admirado, a la que había sanado, a la que había jurado proteger. Ahora me daban la espalda. Se aglomeraban, sedientos de mi sufrimiento. Me llevaron arrastrando, en medio de gritos e insultos ingratos. Sentí el impacto de objetos contundentes, tierra y piedras que me arrojaban a mi cuerpo ya magullado. Las lágrimas brotaron de mis ojos, no por las piedras, sino por la traición. Me subieron a un estrado. Era alto, visible para todos. Mis ojos, llenos de un dolor que lo abarcaba todo, buscaron desesperadamente. A mis padres. Los encontré, justo en primera fila. Me miraban. Pero no con amor, ni con piedad. Sus rostros eran un retrato de puro desprecio. De vergüenza. Como si yo fuera una mancha que deseaban borrar. Un dolor profundo, más lacerante que la plata o los golpes, se instaló en mi pecho. Había perdido a Dorian. Había perdido a mi mejor amiga. Había perdido a mi loba. Y ahora, había perdido a mis padres. No me quedaba nada. Nada por lo que luchar. —Diosa Luna —susurré, elevando una plegaria silenciosa, con el sabor metálico de la sangre en mis labios—. Apiádate de mi dolor. Llévame de este mundo. Que pronto me reúna contigo, mi Dorian. Un silencio absoluto y repentino se extendió sobre la plaza. El Alfa, Marcus, hizo su aparición. Alto, imponente, con una presencia que helaba la sangre. Amira estaba a su lado, con la cara cubierta de vendajes y una expresión de mártir. —Tenemos a esta loba traidora —su voz resonó, grave y autoritaria, amplificada por el silencio de la multitud—. Que se atrevió a mancillar el compromiso que le ofrecí. Rechazó a su manada, a su Alfa, se burló de todos nosotros, traicionándome con uno de mis guerreros. Y además, se atrevió a lastimar a mi futura Luna. Hizo una pausa dramática, mirando a Amira con una falsa ternura. —Por supuesto, no podía perdonar a esta adúltera. Ustedes merecen a una Loba íntegra, a alguien como Amira, no a una escoria. Así que Isis recibirá un castigo ejemplar, que sirva de escarmiento para cualquiera que se atreva a rebelarse contra mí, a intentar pasar sobre mi autoridad. ¡Verdugo! ¡Cien azotes! —ordenó. Cien azotes. Sabía lo que eso significaba. Los verdugos eran despiadados. Solo quería que el sufrimiento terminara pronto. No les daría el gusto de derramar una sola lágrima. Los insultos se intensificaron, la gente me arrojaba cosas con más saña. Solo unas pocas miradas furtivas de lástima se colaban entre la multitud, pero sus dueños estaban atados por el miedo, incapaces de hablar. El Verdugo, un hombre lobo enorme con una máscara sombría, alzó el látigo de cuero grueso. El primer latigazo vino. Un dolor agudo e insoportable. Abrió la piel de mi espalda como papel. Me mordí los labios para no gritar, apreté los puños con tanta fuerza que mis uñas se clavaron en la carne de mis palmas. No llores. El segundo. El tercero. Cada uno era una descarga eléctrica, una agonía que me hacía ver estrellas. —¡Aumenta la intensidad! —rugió Marcus—. ¡Quiero que esta desgraciada grite de dolor! Los latigazos se intensificaron. Uno tras otro. El dolor era intenso y brutal, pero una fuerza superior me protegía. La imagen de Dorian, sus ojos, su sonrisa. No. No se los daría. No les daría mi quebranto. Resistí, sin gritos, solo con un gemido sordo. Perdí la cuenta. Mi cuerpo se sentía ajeno, una masa de dolor pulsante y húmeda. La sangre empapaba mi ropa, pesada y pegajosa. Oscuridad. Solo dolor. Y luego, mi cuerpo no respondió más. El mundo se inclinó. Caí de rodillas sobre la madera áspera. Inconsciente. El Verdugo levantó el látigo una vez más sobre mi cuerpo inerte. De repente, una voz fuerte y potente, con un tono que no admitía réplica y que hizo vibrar el aire, se escuchó en la plaza. —¡Basta! ¡Detengan esta barbarie ahora mismo!